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Busquemos una patria nueva en la que quepan todas las patrias; nos debe mover la pasión por la justicia, e incluso, la ira ardiente de los justos.

En estado de emergencia

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La ruptura entre Occidente y el mundo árabe-musulmán no ha dejado de agravarse, al tiempo que se afirma el Océano Pacífico como espacio de encuentro y de enfrentamiento de la nueva Era que apenas nace. Al Mediterráneo, sucedió el Atlántico y ahora se batirán los dirigentes hegemónicos en el Pacífico, último reducto de un planeta agotado.

Nuestro planeta se ha convertido en un espacio económico único, en espacio político único, en espacio mediático único, escribía Amin Maalouf. Pero lo que se consigue con eso es que todavía estén más claros los aborrecimientos mutuos porque por encima de todo planea la codicia aberrante de las corrompidas finanzas sin alma y sin patria. Son como buitres carroñeros que hubieran dado antes muerte a sus víctimas.

No se trata de un choque de civilizaciones sino de la supervivencia de la humanidad en la lucha despiadada de intereses afectados por la fascinación del caos. Más que la consecuencia de nuestros fracasos y de nuestras faltas es ante todo la de nuestros éxitos, de nuestras realizaciones, de nuestras ambiciones legítimas, de nuestra libertad y del talento de nuestra especie. El problema se alcanza, cuando en la enajenación del éxito, surge la hibris precursora del ocaso olímpico, trágico por la soberbia y la desmesura.

No es un tsunami o un huracán, que como vienen se van. Se trata de la pérdida de identidades, de rumbos coherentes y respetuosos con los derechos de todos los seres humanos y de un ambiente que se ahoga en sus cienos.

La reacción ante estas turbulencias, que nos tendrían que retrotraer al Renacimiento, para encontrar algo semejante con el ocaso de la Edad Media, surgen tentaciones: La del “precipicio” en la que los hombres saltan al vacío en un fenómeno sin precedentes en la Historia. Estas personas, por numerosas que sean, no representan sino la mecha encendida de un gigantesco barril de esperanza.

No es tanto la mordedura de la pobreza lo que los desespera sino la mordedura de la humillación y esa sensación de no tener el lugar que les corresponde en el mundo, de no ser sino perdedores, oprimidos, excluidos; y por eso sueñan con reventar esa fiesta a la que no están invitados. Se saben reales pero se sienten invisibles. Ahora se reconocen como les damnés de la Tèrre, como los denominó Frantz Fanon.

La otra tentación es ponerse a cubierto mientras pasa la tormenta y aferrarse al pasado. El drama es que es una conmoción telúrica y no va a pasar porque el viento de la Historia seguirá soplando cada vez más fuerte e irrefrenable porque hemos sido nosotros quienes hemos destapado la caja de los truenos.

No se trata del “Fin de la Historia y el último hombre”, de Fukuyama y sus acólitos cuando cayó el bloque soviético, pero sí es el crepúsculo de cierta Historia y es también el alba de otra Historia. Al “¿Cuándo amanecerá, Tovarich?”, de la lucha por otro mundo más justo y solidario que fracasó por su soberbia y desmesura, responde la clausura de la Historia tribal de la Humanidad, la Historia de las luchas entre naciones, entre Estados, entre comunidades étnicas o religiosas, y también entre civilizaciones.

Los combates que merecerá la pena pelear a nuestra especie serán éticos y científicos. El “todo vale y cuanto más, mejor” ya no puede mover a masas desarraigadas que no tienen nada que perder salvo su miseria. Es preciso comprometernos para liberar a los seres humanos de la pobreza y de la ignorancia; controlar las enfermedades y las injusticias sociales, apostar por la armonía en la convivencia con la naturaleza. Y sobre todo detener la explosión demográfica fruto de la ignorancia, pues en los países más avanzados no hay problemas demográficos gracias a la educación de las mujeres y al acceso a puestos de trabajo idénticos a los hombres.

Si nos hiciera falta un “estado de emergencia” para espabilarnos, para movilizar lo mejor que llevamos dentro, ya lo tenemos aquí.

Pero existen razones para la esperanza. El progreso científico nos ayudará a capear las turbulencias de este siglo. Ahora sabemos que el subdesarrollo no es una fatalidad ni un estadio en el camino hacia el desarrollo sino una excrecencia de un modelo económico caduco por injusto y ahogado en sí mismo. Una vez controladas el hambre, las guerras, el analfabetismo y la explosión demográfica, debemos ir más allá de la diversidad de las culturas sin intentar abolirlas, para que de las numerosas patrias étnicas construyamos, entre todos, una patria ética.

Además del deber y de los medios para este desafío de una patria nueva en la que quepan todas las patrias, nos debe mover la pasión por la justicia, e incluso, la ira ardiente de los justos.

En estado de emergencia

Busquemos una patria nueva en la que quepan todas las patrias; nos debe mover la pasión por la justicia, e incluso, la ira ardiente de los justos.
José Carlos García Fajardo
miércoles, 21 de octubre de 2015, 05:29 h (CET)
La ruptura entre Occidente y el mundo árabe-musulmán no ha dejado de agravarse, al tiempo que se afirma el Océano Pacífico como espacio de encuentro y de enfrentamiento de la nueva Era que apenas nace. Al Mediterráneo, sucedió el Atlántico y ahora se batirán los dirigentes hegemónicos en el Pacífico, último reducto de un planeta agotado.

Nuestro planeta se ha convertido en un espacio económico único, en espacio político único, en espacio mediático único, escribía Amin Maalouf. Pero lo que se consigue con eso es que todavía estén más claros los aborrecimientos mutuos porque por encima de todo planea la codicia aberrante de las corrompidas finanzas sin alma y sin patria. Son como buitres carroñeros que hubieran dado antes muerte a sus víctimas.

No se trata de un choque de civilizaciones sino de la supervivencia de la humanidad en la lucha despiadada de intereses afectados por la fascinación del caos. Más que la consecuencia de nuestros fracasos y de nuestras faltas es ante todo la de nuestros éxitos, de nuestras realizaciones, de nuestras ambiciones legítimas, de nuestra libertad y del talento de nuestra especie. El problema se alcanza, cuando en la enajenación del éxito, surge la hibris precursora del ocaso olímpico, trágico por la soberbia y la desmesura.

No es un tsunami o un huracán, que como vienen se van. Se trata de la pérdida de identidades, de rumbos coherentes y respetuosos con los derechos de todos los seres humanos y de un ambiente que se ahoga en sus cienos.

La reacción ante estas turbulencias, que nos tendrían que retrotraer al Renacimiento, para encontrar algo semejante con el ocaso de la Edad Media, surgen tentaciones: La del “precipicio” en la que los hombres saltan al vacío en un fenómeno sin precedentes en la Historia. Estas personas, por numerosas que sean, no representan sino la mecha encendida de un gigantesco barril de esperanza.

No es tanto la mordedura de la pobreza lo que los desespera sino la mordedura de la humillación y esa sensación de no tener el lugar que les corresponde en el mundo, de no ser sino perdedores, oprimidos, excluidos; y por eso sueñan con reventar esa fiesta a la que no están invitados. Se saben reales pero se sienten invisibles. Ahora se reconocen como les damnés de la Tèrre, como los denominó Frantz Fanon.

La otra tentación es ponerse a cubierto mientras pasa la tormenta y aferrarse al pasado. El drama es que es una conmoción telúrica y no va a pasar porque el viento de la Historia seguirá soplando cada vez más fuerte e irrefrenable porque hemos sido nosotros quienes hemos destapado la caja de los truenos.

No se trata del “Fin de la Historia y el último hombre”, de Fukuyama y sus acólitos cuando cayó el bloque soviético, pero sí es el crepúsculo de cierta Historia y es también el alba de otra Historia. Al “¿Cuándo amanecerá, Tovarich?”, de la lucha por otro mundo más justo y solidario que fracasó por su soberbia y desmesura, responde la clausura de la Historia tribal de la Humanidad, la Historia de las luchas entre naciones, entre Estados, entre comunidades étnicas o religiosas, y también entre civilizaciones.

Los combates que merecerá la pena pelear a nuestra especie serán éticos y científicos. El “todo vale y cuanto más, mejor” ya no puede mover a masas desarraigadas que no tienen nada que perder salvo su miseria. Es preciso comprometernos para liberar a los seres humanos de la pobreza y de la ignorancia; controlar las enfermedades y las injusticias sociales, apostar por la armonía en la convivencia con la naturaleza. Y sobre todo detener la explosión demográfica fruto de la ignorancia, pues en los países más avanzados no hay problemas demográficos gracias a la educación de las mujeres y al acceso a puestos de trabajo idénticos a los hombres.

Si nos hiciera falta un “estado de emergencia” para espabilarnos, para movilizar lo mejor que llevamos dentro, ya lo tenemos aquí.

Pero existen razones para la esperanza. El progreso científico nos ayudará a capear las turbulencias de este siglo. Ahora sabemos que el subdesarrollo no es una fatalidad ni un estadio en el camino hacia el desarrollo sino una excrecencia de un modelo económico caduco por injusto y ahogado en sí mismo. Una vez controladas el hambre, las guerras, el analfabetismo y la explosión demográfica, debemos ir más allá de la diversidad de las culturas sin intentar abolirlas, para que de las numerosas patrias étnicas construyamos, entre todos, una patria ética.

Además del deber y de los medios para este desafío de una patria nueva en la que quepan todas las patrias, nos debe mover la pasión por la justicia, e incluso, la ira ardiente de los justos.

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