Cuando escucho al cardenal y arzobispo de Valencia, monseñor Antonio Cañizares Llovera, arremeter sin demasiado tiento contra los pobres refugiados sirios que están desbordando en las últimas semanas las frágiles fronteras de la templada hospitalidad europea, no puedo evitar preguntarme qué se ha hecho de aquella legendaria virtud teologal, de la que hicieron siempre gala los católicos. Si es que verdaderamente alguna vez existió como tal, lo cual empiezo a cuestionarme muy seriamente, está claro que no se ha dejado ver demasiado por esas cálidas y acogedoras tierras desde que ese hombre se encuentra al mando de la curia ché.
No es el primer exabrupto que se le escucha farfullar al tal Cañizares, pero sí probablemente el que más ha contribuido a propagar que la nunciatura a la que su eminencia pertenece desde hace tantos años, ha perdido los papeles por completo. Y aun así, he de confesar que me sorprende sobremanera que desde las más altas instancias eclesiásticas no se le haya llamado todavía al orden; cosa que, por otra parte, podría indicarnos por qué el burdo razonamiento que hace monseñor acerca de los refugiados sirios, no se aleja tanto como pudiera parecer respecto de los postulados generales de la iglesia española.
Afortunadamente, monseñor se ha retractado de lo que dijo, como no podía ser de otra manera pienso yo después de analizar muy seriamente su grave metedura de pata; aun así, se me antoja que el daño ya está hecho: ¿cuántos de sus acólitos verán ahora a los refugiados sirios con preocupación y recelo? En España, lo que menos necesitamos ahora son agoreros que nos pinten sombrío nuestro presente. Ya hemos tenido bastante crisis sobrevenida estos últimos cuatro años, como para que ahora se sume el clero con diatribas apocalípticas.