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Óscar Arce Ruiz

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Es evidente la existencia de muchas estructuras de pensamiento en el mundo occidental que tienen su origen bien en la cultura greco-romana, bien en la judeo-cristiana. Cabe decir, antes de nada, que esta separación puede resultar capciosa, pues ya antes del surgimiento del cristianismo el contacto entre las culturas latina/griega y judía matizaron algunos aspectos de ambas tendencias con características de la otra.

En cualquier caso, una de las insignias más firmemente fijadas en los dos frentes es el estandarte del tiempo.

Sin ánimo de presentar el dominio de Cronos de una manera demasiado laxa, diría que lo que define el tiempo griego es su componente cíclico, mientras que el testimonio temporal judío es siempre lineal.

Una realidad como la nuestra, que debe tantísimo a estas dos corrientes enraizadas en la antigüedad, mantiene todavía representaciones temporales que implican un ‘volver a empezar’ cíclico y un ‘progreso’ lineal.

Pensemos en los dos grandes recesos en nuestra vida cotidiana, y veremos fácilmente que se ataca de manera diferente la vuelta tras las vacaciones de navidad que la vuelta tras las vacaciones estivales (nótese la imposibilidad de traspasar lo que sigue al funcionamiento de las instituciones formativas/educativas/académicas con respecto a sus usuarios, quizás por la poca relación que éstas instituciones tienen con el resto de la vida).

El final del año natural (el naturalmente establecido por consenso), se mueve en el ámbito de lo circular, del eterno retorno, si se quiere. Con cada inicio de año se presentan las declaraciones de intenciones como si un día antes o después implicara realmente el final y el principio de algo. Por eso cada primero de enero es un borrón y cuenta nueva, y volvamos a empezar.

El caso de las vacaciones de verano es diferente. Uno vuelve, sí, pero no empieza de cero. Es curioso, pues visto desde cierta distancia la estructura es similar y los lapsos de tiempo que entran en juego son más extensos que entre diciembre y enero. En cualquier caso, durante su paro en el estío, uno toma fuerzas para continuar con lo que estaba haciendo.

El año nuevo comporta una renovación de la vida, mientras que el uno de septiembre empieza con un ‘¿por dónde íbamos? En un caso se vuelve pensando que todo puede ser diferente y en el otro volvemos al punto donde lo dejamos para seguir en la misma dirección.

Volver tras las vacaciones de verano es asumir que junto con las ansias de infinitas posibilidades de lo nuevo tenemos la necesidad de la estabilidad en lo conocido.

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Óscar Arce Ruiz
Óscar Arce
domingo, 14 de septiembre de 2008, 04:53 h (CET)
Es evidente la existencia de muchas estructuras de pensamiento en el mundo occidental que tienen su origen bien en la cultura greco-romana, bien en la judeo-cristiana. Cabe decir, antes de nada, que esta separación puede resultar capciosa, pues ya antes del surgimiento del cristianismo el contacto entre las culturas latina/griega y judía matizaron algunos aspectos de ambas tendencias con características de la otra.

En cualquier caso, una de las insignias más firmemente fijadas en los dos frentes es el estandarte del tiempo.

Sin ánimo de presentar el dominio de Cronos de una manera demasiado laxa, diría que lo que define el tiempo griego es su componente cíclico, mientras que el testimonio temporal judío es siempre lineal.

Una realidad como la nuestra, que debe tantísimo a estas dos corrientes enraizadas en la antigüedad, mantiene todavía representaciones temporales que implican un ‘volver a empezar’ cíclico y un ‘progreso’ lineal.

Pensemos en los dos grandes recesos en nuestra vida cotidiana, y veremos fácilmente que se ataca de manera diferente la vuelta tras las vacaciones de navidad que la vuelta tras las vacaciones estivales (nótese la imposibilidad de traspasar lo que sigue al funcionamiento de las instituciones formativas/educativas/académicas con respecto a sus usuarios, quizás por la poca relación que éstas instituciones tienen con el resto de la vida).

El final del año natural (el naturalmente establecido por consenso), se mueve en el ámbito de lo circular, del eterno retorno, si se quiere. Con cada inicio de año se presentan las declaraciones de intenciones como si un día antes o después implicara realmente el final y el principio de algo. Por eso cada primero de enero es un borrón y cuenta nueva, y volvamos a empezar.

El caso de las vacaciones de verano es diferente. Uno vuelve, sí, pero no empieza de cero. Es curioso, pues visto desde cierta distancia la estructura es similar y los lapsos de tiempo que entran en juego son más extensos que entre diciembre y enero. En cualquier caso, durante su paro en el estío, uno toma fuerzas para continuar con lo que estaba haciendo.

El año nuevo comporta una renovación de la vida, mientras que el uno de septiembre empieza con un ‘¿por dónde íbamos? En un caso se vuelve pensando que todo puede ser diferente y en el otro volvemos al punto donde lo dejamos para seguir en la misma dirección.

Volver tras las vacaciones de verano es asumir que junto con las ansias de infinitas posibilidades de lo nuevo tenemos la necesidad de la estabilidad en lo conocido.

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