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Divinidades humanas |
Octavi Pereña |
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Daniel Dennett, filósofo de la ciencia y neurocientífico, citando a Teilhard de Chardin hace una declaración, para algunos sorprendente, pero que no aporta nada de nuevo: “La evolución no es sino la mejora continua de lo existente. Seremos mejores y mejores hasta que lleguemos a un «punto omega» óptimo en que todo y todos seremos un ser perfecto: la divinidad”.
He dicho que Dennett no aporta ninguna novedad cuando cita a Chardin que aspira a ser la divinidad ya que esta tentación viene de muy lejos. Si nos remontamos a los albores de la Historia, hallándose Adán y Eva en el paraíso gozando sin interrupción de la presencia del Dios que los había creado, se presenta de súbito en el escenario un personaje que trastorna la bienaventuranza que gozaban.
Se da una fuerte prevención en leer la Biblia, especialmente sus tres primeros capítulos de Génesis porque se los considera fábula. Pues bien, si no es historia su contenido es totalmente imposible entender la Historia y su evolución a lo largo de los siglos.
Estos capítulos tan denostados contienen información fidedigna de cómo aparece el concepto de la divinidad del hombre. El animal bíblico más conocido es la serpiente, esta bestia tan repelente que se arrastra por el suelo. Dibujos antiguos de este animal nos lo muestran derecho, probablemente de bello aspecto. Si la imagen que nos ha llegado de la antigüedad es cierta, entonces se entiende que por su contribución al pecado del hombre se la castigue así: “Por cuanto esto hiciste, maldita serás entre todas las bestias y entre todos los animales del campo, sobre tu pecho andarás, y polvo comerás todos los días de tu vida” (Génesis,3:14).
Pues bien, este animal que suponemos de bella figura y despertando confianza se presenta ante Eva creándole dudas sobre la autoridad de Dios y la veracidad de la amenaza de morir si la desobedecen. Estas son las palabras con las que la serpiente seduce a la mujer: “No moriréis, sino que sabe Dios que el día que comáis de él, serán abiertos vuestros ojos, y seréis como Dios, sabiendo el bien y el mal” (Génesis,3:5). De este episodio bíblico nace el concepto de que el hombre es un dios. Es muy significativo que entre nosotros lo propaguen personas como Dennett y Chardin, discípulos de Darwin que creen que la evolución continua lleva a un «punto omega» en el que se alcanza la divinidad.
Asimismo, desde Oriente nos llegan infinidad de filosofías y conceptos religiosos que basándose en la introspección, enseñan que las personas deben examinarse interiormente hasta descubrir al dios que se esconde en su interior. Este hallazgo los lleva a conocer el bien y el mal. Este conocimiento, pero, no los lleva a ser mejores personas, sino más malas ya que sabiendo lo que es el bien se deciden por el mal.
La solución del problema del mal no se encuentra en querer ser dioses con pies de barro, sino en el reconocimiento de que se es un ser caído en pecado. Admitiendo la situación precaria en que uno se encuentra impulsa a buscar en Jesús, la simiente de la mujer que heriría a la cabeza de la serpiente, la fuerza necesaria para apartarse del mal y hacer el bien.
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