Querido Efraín: ¿Es posible un progreso en los conocimientos religiosos?
Ciertamente que es posible, y la realidad es que este progreso se da. Ahora bien, este progreso sólo puede darse con la condición de que se trate de un auténtico perfeccionamiento en el conocimiento de la fe, no de un cambio en la misma. Lo propio del progreso es que la misma cosa que progresa crezca y aumente, mientras lo característico del cambio es que la cosa que se muda se convierta en algo totalmente distinto.
Es conveniente, por lo tanto, que, a través de todos los tiempos y de todas las edades, crezca y progrese la inteligencia, la ciencia y la sabiduría de cada una de las personas y del conjunto de los hombres. Pero, este crecimiento debe seguir su propia naturaleza, es decir, debe estar de acuerdo con las líneas de la verdad y debe seguir el dinamismo de una única e idéntica doctrina.
El conocimiento religioso ha de desarrollarse, pues, al modo de como crecen los cuerpos, los cuales, si bien con el correr de los años van creciendo, conservan, no obstante, su propia naturaleza. Gran diferencia hay entre la infancia y la madurez de la ancianidad, pero, no obstante, los que van llegando ahora a la ancianidad son, en realidad, los mismos que hace un tiempo eran adolescentes. La estatura y las costumbres del hombre pueden cambiar, pero su naturaleza continúa idéntica y su persona es la misma.
Los miembros y órganos de un recién nacido son pequeños, los de un joven están ya desarrollados; con todo, uno y el otro tienen el mismo número de elementos. Los niños tienen los mismos miembros que los adultos y si alguno no es visible hasta la pubertad, este miembro, sin embargo, existe ya como rudimento en la niñez, de tal forma que nada llega a ser realidad en el anciano que no se contenga como en germen en el niño.
No hay, pues, duda alguna: la regla legítima de todo progreso y la norma recta de todo crecimiento consiste en que, con el correr de los años, vayan manifestándose en los adultos las diversas perfecciones de cada uno de aquellos miembros que la sabiduría del Creador había ya preformado en el cuerpo del recién nacido.
Porque, si aconteciera que un ser humano tomara apariencias distintas a las de su propia especie, sea porque adquiriera mayor número de miembros, sea porque perdiera alguno de ellos, tendríamos que decir que se convierte en un monstruo o, por lo menos, que ha sido gravemente deformado. Es también esto mismo lo que acontece con los dogmas cristianos: las leyes de su progreso exigen que éstos se consoliden a través de las edades, se desarrollen con el correr de los años y crezcan con el paso del tiempo.
Nuestros mayores sembraron, antiguamente, semillas de una fe de trigo; sería ahora grandemente injusto e incongruente que nosotros, sus descendientes, en lugar de la verdad del trigo, legáramos a nuestra posteridad el error de la cizaña.
Al contrario, lo recto y, consecuente, para que no discrepen entre sí la raíz y sus frutos, es que de las semillas de una doctrina de trigo recojamos el fruto de un dogma de trigo; así, al contemplar cómo a través de los siglos aquellas primeras semillas han crecido y se han desarrollado, podremos alegrarnos de cosechar el fruto de los primeros trabajos.
Os envío los mejores deseos, y con la esperanza de que sigáis todos bien, recibir un cariñoso saludo, CTA.