Tengo la desgracia de residir en una ciudad donde el número de salas de cine por kilómetro cuadrado ha descendido en los últimos meses más que el caché de Christopher Lambert en las últimas dos décadas. Es por ello que hoy me he visto obligado a tomar una decisión de agárrate y no te menees a la hora de seleccionar la película sobre la cual despotricar para todos ustedes desde esta columna. Por un lado, tenía la opción de ver Sexo en Nueva York, adaptación de una serie televisiva que, en tanto que varón letrado y heterosexual nunca me ha hecho demasiado tilín, por otra, se me presentaba la posibilidad de hacer lo propio con Kung-Fu Panda, pero como las producciones animadas de Dreamworks tampoco han sido nunca santo de mi devoción debido a su paupérrimo nivel de calidad técnica y dramática (en especial si las comparamos con las de sus rivales, Pixar, siempre rayanas en la perfección), me decanté finalmente por Posdata: Te Quiero, una película de Richard LaGravenese, director de Diarios de la Calle y guionista de Los Puentes de Madison, cuyo título bien podría presidir una novela de Corín Tellado.
No en vano, el bruto literario del que se alimenta el film está firmado por Cecilia Ahern, una autora irlandesa que, si bien menos prolífica que nuestra entrañable abuela culebronera, acostumbra a transitar por senderos creativos similares, todos ellos rebosantes de almíbar, cursilería y romanticismo de mercadillo. La adaptación de Posdata: Te Quiero no elude el aroma dulzón de su materia prima, ni falta que hace, pues que una película sea sensiblera no quiere decir que sea mala, como todo el mundo sabe. El problema es que trata de disfrazarlo con una sobredosis de comedia mal entendida que provoca sonrojo y aplatanamiento en las butacas. Yo he experimentado ambas cosas a lo largo de sus casi dos horas de metraje. Pero he de reconocer que, por momentos, me he reído a mandíbula batiente, y es que esta historia de amor post-mortem protagonizada por un irreconocible e inoperante Gerard Butler, y una Hillary Swank en caída libre tras haber sufrido los devastadores efectos de la maldición de los Oscars, es una de esas películas que consigue, sin pretenderlo, que te rías en los momentos supuestamente más dramáticos y te entre el mal rollo en los más cómicos. Vamos, que siendo honestos, no se le puede reprochar que la fórmula comedia más drama romántico igual a interés del espectador les haya fallado a sus responsables, sino que, simplemente, el tiro les ha salido por la culata y la ecuación funciona a su bola.
Que el relato rezume topicazos por todos los poros tanto en su retrato de la comunidad masculina (patética y perversa, según el guión) como en el de la femenina (frívola y caprichosa, zapatos de diseño incluidos, igual que en Sexo en Nueva York) tampoco ayuda demasiado, causando que el espectador salga del cine somnoliento a la par que ligeramente indignado. Y eso que la premisa narrativa, (un hombre muerto se comunica con su mujer a través de una serie de cartas escritas antes de su fallecimiento), aún con sus inconsistencias de verosimilitud, daba para mucho si LaGravenese se hubiera desmarcado de los lugares comunes propios del género en busca de una perspectiva singular, cosa que no ocurre en ningún momento. Al fin y al cabo, la película se titula como se titula, y con un lastre así, seamos comprensivos, resulta harto difícil remontar el vuelo por mucho que antes hayas escrito cosas tan meritorias como El Rey Pescador o la ya mencionada Los Puentes de Madison. Posdata: yo no les quiero, pero si quieren romanticismo del de verdad, revisiten La Fuente de la Vida, que ya va siendo hora de que alguien coloque a esta magistral pieza de celuloide donde se merece…