Dentro de unos días los nostálgicos de la dictadura recordaran con un cierto sabor a apolillado el que algunos todavía siguen llamando “Glorioso Alzamiento Nacional”, arrastraran por las alamedas del recuerdo las viejas banderas desteñidas por el paso del tiempo y mientras levantan sus reumáticos brazos saludando a la romana sus ojos invadidos de cataratas por el paso de los años lloraran por aquel tiempo pasado en que la sola mención del nombre de su caudillo hacía temblar a toda España y soñarán que el viejo general, a pesar de ser un mal jinete, cabalga de nuevo para salvar a la patria.
Y es que a pesar de que ya hace tantos años de aquel 20-N en que un lloroso Arias Navarro anunciaba a los españoles aquello de “Franco ha muerto”, que hizo que el país estallara en una explosión de alegría materializada en todas aquellas botellas de cava que habían estado largo tiempo esperando su momento en la nevera de la esperanza, todavía hoy este país, esta España que a algunos nos sigue doliendo, sigue en parte anclada en aquel pasado instaurado a base de miedo, sangre y muerte un primero de Abril de 1.939 con la cruz de la Iglesia y la espada sangrienta de la milicia erigidos en centinelas de Occidente. Franco murió hace muchos años pero todavía sigue cabalgando en un grueso percherón por los caminos de España.
Durante años las estatuas ecuestres del dictador presidieron plazas de la patria y parecía que desde lo alto de aquellos gruesos caballos el generalito de voz atiplada al que algunos de sus compañeros de armas se atrevieron a llamar “el comandantín” o “la culona” seguía vigilando a los españolitos para que no cayeran ante los insidiosos cantos de sirena de la masonería y el comunismo que tan sólo querían hacer de España un triste solar. Todavía hoy, y a pesar de las leyes, al entrar en el edificio de la vieja Capitanía General de Valencia, desde donde Milans del Bosch mando inundar la ciudad de tanques y cañones el 23-F, lo primero que se observa es la atenta y metálica mirada del dictador a lomos de un grueso rocín lleno de moho y orín. Y en más de una ciudad y pueblo el callejero sigue estando lleno de calles dedicadas a los viejos generales responsables de la revuelta contra la legítima autoridad republicana.
Por ello no es extraño que en algunos partidos políticos todavía siga existiendo amor, respeto, adoración y reverencia por aquel dictador que tuvo a España casi cuarenta años sometida a su bota, militar por supuesto. Mariano Rajoy se esfuerza, o así parece, en querer construir un Partido Popular moderno y alejado de ideologías fascistas pero le cuesta mucho conseguirlo, es muy difícil la tarea entre tanto nostálgico como abunda en las filas de la gaviota. Primero fue la Diputación de Alicante donde el zaplanista Ripoll se negó a retirar los honores concedidos al Caudillo y ahora ha sido el Ayuntamiento de Benidorm, gobernado por el PP, quien ha negado cualquier posibilidad de debatir la posible retirada del nombramiento de “Hijo adoptivo” que se concedió a Franco el 1 de Abril de 1.940 mientras en las tapias del cementerio de Paterna (Valencia) el ejercito fascista del dictador seguía fusilando a los que habían sido fieles al legitimo gobierno republicano.
Franco cabalga de nuevo por las calles de España de la mano de algunos miembros del Partido Popular que bajo la excusa de que ya es una parte de la historia de España, cosa que es cierta, siguen empeñados en mantener los honores que se otorgó a si mismo o que le fueron dados por el miedo o las ansias de pelotear de las autoridades de la época. Y el apellido Franco también cabalga en las ondas televisivas de la mano de uno de sus nietos que, talón mediante, acude a los platós a explicar que es adicto a la cocaína y se quiere curar, rehabilitar y volver a ser una persona de orden como corresponde a quien exhibe sus miserias mientras luce en la muñeca la bandera de España. Si su abuelo levantara la cabeza no le pasaría nada a pesar de que él dijo en el plató que le enviaría a picar piedra al Rif. Este señor, que personalmente me merece todos los respetos, va a un plató cobrando una pingüe cantidad de euros por contar sus penas por apellidarse Franco, si su apellido fuera un López cualquiera ni le llamarían de la televisión ni sería un enfermo que quiere curarse. Por desgracia la sociedad le tildaría de “maldito drogata” y le negaría cualquier derecho. Y es que el fantasma de Franco todavía cabalga entre nosotros aunque tan sólo sea para que sus nietos, al amparo del apellido, acudan a los platós seducidos por el dulce encanto del dinero.