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Óscar Arce Ruiz

Trece por cinco

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Hubo un momento en la historia reciente en que un nuevo grupo se situaba entre las dos clases sociales clásicas (los de arriba y los de abajo). La clase media -demasiado ricos para ser pobres y, sobre todo, demasiado pobres para ser ricos- siempre estuvo más cerca del suelo que del techo.

Alguien se dio cuenta pronto de que esta clase media sufría el mal del nuevo rico, y que su control estaba únicamente supeditado a que tuviese algo de dinero y algo en qué gastarlo. El método no pudo ser más efectivo. Al poco creíamos que éramos como ellos y que la sociedad de la opulencia no tenía secretos para nosotros.

Así, el capitalismo ha estado unos años mostrando a la Europa media su cara amable, explotando hasta el límite a otros pueblos y a otras gentes. Dirigía sus desechos a los vertederos del extrarradio y envolvía cualquier cosa con papel de colores y un “espero que te guste”.

Creímos en la sociedad del bienestar (siempre que fuese la nuestra) y en ella depositamos todos nuestros vicios. Supimos bien dónde teníamos que gastar nuestro dinero, dónde pedir el autógrafo al famoso, qué ipod combinaba mejor con nuestra personalidad, qué gafas de sol anunciaba David Beckham.

Cuando tuvimos la oportunidad nos esforzamos por amontonar todo el dinero que pudimos, sin querer saber que las grandes fortunas pocas veces se consiguen con el esfuerzo de uno mismo. En el momento en que pudimos comprar algo de cualquier marca, nos permitimos el lujo de mirar (sólo mirar) más allá.

Entonces agitábamos las banderitas en los mítines y aplaudíamos puestos en pie a cualquier triunfito o tertuliano de media tarde o confesor de sus pecados en público. Enviábamos sin descanso “salvar jose” al 5555. Ésa era nuestra mayor preocupación: que José no abandonara la academia. Y no nos ocupamos de más.

Entre tanto, el capitalismo se reforzaba, el dinero fue de la mano de la política hasta que la política misma fue sólo cuestión de dinero. La riqueza volvía poco a poco a las bóvedas de siempre como el hijo pródigo. Y en ese momento la gran Europa quiso ampliar la semana laboral a sesenta y cinco horas.

Nos prestaron su dinero con la moral del usurero. Ahora nos exigen que les devolvamos el tiempo.

Trece por cinco

Óscar Arce Ruiz
Óscar Arce
domingo, 22 de junio de 2008, 06:02 h (CET)
Hubo un momento en la historia reciente en que un nuevo grupo se situaba entre las dos clases sociales clásicas (los de arriba y los de abajo). La clase media -demasiado ricos para ser pobres y, sobre todo, demasiado pobres para ser ricos- siempre estuvo más cerca del suelo que del techo.

Alguien se dio cuenta pronto de que esta clase media sufría el mal del nuevo rico, y que su control estaba únicamente supeditado a que tuviese algo de dinero y algo en qué gastarlo. El método no pudo ser más efectivo. Al poco creíamos que éramos como ellos y que la sociedad de la opulencia no tenía secretos para nosotros.

Así, el capitalismo ha estado unos años mostrando a la Europa media su cara amable, explotando hasta el límite a otros pueblos y a otras gentes. Dirigía sus desechos a los vertederos del extrarradio y envolvía cualquier cosa con papel de colores y un “espero que te guste”.

Creímos en la sociedad del bienestar (siempre que fuese la nuestra) y en ella depositamos todos nuestros vicios. Supimos bien dónde teníamos que gastar nuestro dinero, dónde pedir el autógrafo al famoso, qué ipod combinaba mejor con nuestra personalidad, qué gafas de sol anunciaba David Beckham.

Cuando tuvimos la oportunidad nos esforzamos por amontonar todo el dinero que pudimos, sin querer saber que las grandes fortunas pocas veces se consiguen con el esfuerzo de uno mismo. En el momento en que pudimos comprar algo de cualquier marca, nos permitimos el lujo de mirar (sólo mirar) más allá.

Entonces agitábamos las banderitas en los mítines y aplaudíamos puestos en pie a cualquier triunfito o tertuliano de media tarde o confesor de sus pecados en público. Enviábamos sin descanso “salvar jose” al 5555. Ésa era nuestra mayor preocupación: que José no abandonara la academia. Y no nos ocupamos de más.

Entre tanto, el capitalismo se reforzaba, el dinero fue de la mano de la política hasta que la política misma fue sólo cuestión de dinero. La riqueza volvía poco a poco a las bóvedas de siempre como el hijo pródigo. Y en ese momento la gran Europa quiso ampliar la semana laboral a sesenta y cinco horas.

Nos prestaron su dinero con la moral del usurero. Ahora nos exigen que les devolvamos el tiempo.

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