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Óscar Arce Ruiz

De lo bueno, lo mejor

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Me sigue costando creer que el ser humano elija conscientemente la peor entre dos opciones. Si se da esta circunstancia; si, en efecto, hay alguien que decide tomar el mal camino, ha de ser necesariamente provocado por un desconocimiento de algún tipo.

Seguramente las primeras opciones de violencia se dedicaron a la misión de la continuidad tanto de la propia existencia como de la continuidad en un estado de placer determinado (como el placer del alimento). En este caso puede decirse que el primero que mató a otro ser vivo en estas condiciones lo hizo por miedo, dominado enteramente por el miedo.

Y ya se sabe que el miedo paraliza en muchas ocasiones. En las que no lo hace empuja los actos hasta límites desconocidos para el propio actuante.

Aquellos que no quieren ver la irracionalidad involuntaria en todo lo anterior, suelen asegurar que el arranque violento del mal se debe al capricho. Entonces se da el segundo tipo de violencia, el que se inicia como represalia. Pero como el juicio no se basa en una premisa cierta, tampoco ésta forma responde a la elección consciente de la peor opción.

En la constitución del estado, es el propio estado como ser unipersonal quien promueve la situación adecuada para asegurar la continuidad del grupo, y ofrece los mecanismos para contentar a quienes exigen la violencia como represalia.

A ello se llega mediante una entrega de la personalidad individual al magma social que unifica las necesidades y los deberes hasta conseguir un término medio muy susceptible de ser llevado a los extremos.

Con el tiempo, esta cierta entrega al bien común se convierte en hábito y, como todo hábito, fácilmente asumible y por ello una importante fuente de placer. El placer hace que el hábito se convierta en la opción deseable y en parte de la vida de la comunidad, en el ideal de comportamiento (y, finalmente, en su moral social).

Todo lo que se aleja de esa moral social será tenido como menos deseable en una elección y condicionará, en última instancia, el impulso que decanta la balanza de uno u otro lado.

Cuando la moral decide (y no sólo condiciona) la elección, el bien -como antes el mal- no se hace conscientemente sino por inercia, y no hay nada en este sentido que les diferencie.

De lo bueno, lo mejor

Óscar Arce Ruiz
Óscar Arce
domingo, 25 de mayo de 2008, 13:55 h (CET)
Me sigue costando creer que el ser humano elija conscientemente la peor entre dos opciones. Si se da esta circunstancia; si, en efecto, hay alguien que decide tomar el mal camino, ha de ser necesariamente provocado por un desconocimiento de algún tipo.

Seguramente las primeras opciones de violencia se dedicaron a la misión de la continuidad tanto de la propia existencia como de la continuidad en un estado de placer determinado (como el placer del alimento). En este caso puede decirse que el primero que mató a otro ser vivo en estas condiciones lo hizo por miedo, dominado enteramente por el miedo.

Y ya se sabe que el miedo paraliza en muchas ocasiones. En las que no lo hace empuja los actos hasta límites desconocidos para el propio actuante.

Aquellos que no quieren ver la irracionalidad involuntaria en todo lo anterior, suelen asegurar que el arranque violento del mal se debe al capricho. Entonces se da el segundo tipo de violencia, el que se inicia como represalia. Pero como el juicio no se basa en una premisa cierta, tampoco ésta forma responde a la elección consciente de la peor opción.

En la constitución del estado, es el propio estado como ser unipersonal quien promueve la situación adecuada para asegurar la continuidad del grupo, y ofrece los mecanismos para contentar a quienes exigen la violencia como represalia.

A ello se llega mediante una entrega de la personalidad individual al magma social que unifica las necesidades y los deberes hasta conseguir un término medio muy susceptible de ser llevado a los extremos.

Con el tiempo, esta cierta entrega al bien común se convierte en hábito y, como todo hábito, fácilmente asumible y por ello una importante fuente de placer. El placer hace que el hábito se convierta en la opción deseable y en parte de la vida de la comunidad, en el ideal de comportamiento (y, finalmente, en su moral social).

Todo lo que se aleja de esa moral social será tenido como menos deseable en una elección y condicionará, en última instancia, el impulso que decanta la balanza de uno u otro lado.

Cuando la moral decide (y no sólo condiciona) la elección, el bien -como antes el mal- no se hace conscientemente sino por inercia, y no hay nada en este sentido que les diferencie.

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