Hace unos cuantos meses les hablaba en esta misma página de la película La Extraña que Hay en Ti, de Neil Jordan, donde Jodie Foster ejercía de justiciera a lo Charles Bronson en una fábula para muchos parafascista que, en realidad, era mucho más políticamente correcta de lo que aparentaba. El éxito relativo de la propuesta es el responsable de que en este preciso momento el subgénero de vengadores urbanos, tan de moda en las décadas de los setenta, ochenta y principios de los noventa, vuelva a la palestra en una coincidencia que de extraña tiene bien poco si echamos un vistazo a las noticias de cualquier periódico y, muy en especial, a cualquier entrega del programa Gente, donde toda una pléyade de protovigilantes amenazan a cada minuto con tomarse la justicia por su mano sin que a nadie parezca importarle lo más mínimo.
Quién le iba a decir al bueno de Charles Bronson cuando, en el ocaso de su carrera, sobrevivía ya setentón arreando zurriagazos a diestro y siniestro en Yo Soy la Justicia V (1994), que aquel personaje de serie B crepuscular, anacrónico y rezumante de autoparodia, capaz de soltar frases como “acabo de solucionar tu problema de caspa” a un tal Freddie el Casposo al tiempo que le volaba la cabeza con una bomba, se convertiría en un referente de qualité, catorce años más tarde, para el cine teóricamente serio de realizadores como el mencionado Neil Jordan o el James Wan de Saw y Silencio desde el Mal.
Este último director, responsable del título que nos ocupa en ambas y terribles acepciones del termino, ha cogido un poco de Taxi Driver, otro poco de las peores películas protagonizadas por Harry Callahan, les ha quitado todo lo que de interesante tenían, lo ha pasado por la turmix más bizarra del mercado, y ha salpimentado el cocktail resultante con una estética pandillera a lo GTAIV, música indie-pop que no pega ni con cola, mucho ralentí, y un sentido de la puesta en escena propio de un estudiante de comunicación audiovisual tratando de recrear sin medios ni talento las atmósferas de Janusz Kaminski desde la psicotronia de videoclip con el único objetivo de crear un film de vengadores urbanos, sin orden ni concierto, donde Kevin Bacon, el único tropezón reivindicable del pastiche, liquida a un grupo de maleantes protervos a más no poder porque así se lo dicta su sentido de la justicia en una revelación yé-yé digna de un adolescente problemático a las puertas de un instituto con dos pistolones en las manos.
Ni como entretenimiento banal, ni como experiencia sensorial entendida como mezcla parvularia de sonidos y colores, ni mucho menos como producto cinematográfico con algo que decir, Sentencia de Muerte logra satisfacer al espectador en ningún momento. Tal vez la secuencia de la persecución en el parking logre por unos minutos elevar las expectativas, pero a partir de ese momento (y antes también) no hay nada en la película de Wan que nos impida levantarnos de la sala y acercarnos al asilo de ancianos más próximo para que algún residente caritativo nos cuente una historia más interesante a modo de compensación. Es decir, que si de verdad la justicia existiera, este pedazo de pestiño jamás habría llegado a nuestras carteleras. Si a pesar de todo se acercan a verlo a una multisala, no digan que no se lo advertí. Venganzas, las justas.