En algunos grupos africanos, cuando nace un nuevo individuo, el padre de la criatura le susurra al oído su nombre íntimo, aquél por el cual nadie le conocerá entre los suyos. Este gesto se repetirá en el momento en que el niño o la niña traspase la frontera de la edad adulta, y será ese el nombre que sólo ha de conocer el individuo y la naturaleza por medio de la vibración del sonido desde la boca del padre hasta su oído.
Muchas veces he escuchado cómo se elogiaba la técnica de la escritura como una seña de desarrollo en el devenir de las sociedades. El contrapunto siempre lo han ejercido los grupos ágrafos, que no desarrollaron (o lo hicieron de manera más rudimentaria) un sistema de recordar sus textos de tradición oral.
Las llamadas tradiciones ágrafas han recogido sus textos en hombres o mujeres que llegan a ser efectivos recipientes de la sabiduría de sus pueblos. Los maestros son, ante todo, personas que han aprendido de memoria las cuestiones esenciales de su cultura.
Ellos tienen la obligación de transmitir sus conocimientos de manera justa, transfiriendo las diferentes materias a aquél que tiene la verdadera capacidad de comprender de manera profunda el mensaje de la palabra pronunciada.
Ese proceso de transmisión no consiste en una mera recitación automática: efectivamente, el camino que hace la palabra desemboca en la oralidad, pero ha de pasar antes necesariamente por el corazón (no obstante, se ha aprendido ‘by heart’ o ‘par cœur’), pues ha de recordarse (volver a pasar por el ‘cordis’ latino).
En suma, el proceso ideal consta de un emisor que transmite palabra viva a un receptor con capacidad, preparación y disposición para recibirla.
En ese contexto, no supone un atraso el no poner por escrito lo que sea que el maestro dice. Lo que constituye una aberración es creer que unas marcas pueden almacenar la todo lo que representa la vibración del sonido.
Se prioriza entonces la parte física y primaria del lenguaje, en contraposición a la primacía de la huella transformadora y aproximativa del alfabeto. Se tiene una relación corporal con el lenguaje, que necesita del sonido para hacerse acto.
El nombre íntimo del nuevo miembro de una sociedad no podría escribirse, pues no podría de esa manera hacer vibrar su aparato auditivo. Además, cualquiera podría leerlo y eso no sería justo.
Situar a quienes no representan simbólicamente los sonidos por debajo de quienes sí lo hacen es dejar la historia a medias. Cabría preguntarse qué opinan esos maestros de la tierra sobre las personas que creen condensar el habla en un pedazo de papel.