Las premisas de muchas historias fantásticas suelen ser, paradójicamente, más realistas que las de aquellas historias que aspiran a hacerse eco de los hechos del mundo. Así es cómo una película del sesgo de Cobardes, de Jose Corbacho y Juán Cruz, que desde el punto de vista argumental se alimenta del tema de los abusos escolares, tan de moda como magnificados, termina convertida en una ficción torpe, adoctrinadora y muy poco afín a la realidad, mientras que una película en apariencia fantástica, como Tres Días, de Francisco Javier Gutiérrez, donde se plantea precisamente eso, el relato de tres días en las postrimerías del planeta tierra a causa de la llegada de un meteorito desnortado, consigue sobreponerse al carácter espectacular de su premisa narrativa para encontrar dentro de ella un inquietante pedazo de realidad; y ese pedazo, que moldea el núcleo temático y estructural de la historia, viene a decirnos una verdad como un templo: el hombre, incluso en las circunstancias más desesperadas, es capaz de seguir siendo un lobo para el hombre.
Personalmente, no tengo problemas para suspender mi incredulidad ante un planteamiento como el que propone el realizador andaluz. Sé que los meteoritos existen y, como ya voy teniendo mis años, he tenido la oportunidad de conocer a suficiente morralla humana como para entender de qué va esto que denominamos mundo y también de qué pie cojean sus habitantes. Sí tengo problemas, en cambio, para encontrar un punto de equilibrio más o menos sólido que me permita integrar en un mismo espacio conceptual la talentosa caligrafía de Gutiérrez, cuya pericia detrás de las cámaras, potenciada por una soberbia ambientación, una fotografía de lo más vistosa, y un plantel de actores por encima de lo correcto, queda fuera de toda duda, con el desarrollo narrativo de su historia, que a diferencia de los otros aspectos del film se resiente en exceso de un guión tosco, plagado de lugares comunes, al cual se le notan demasiado las costuras de un pulso narrativo todavía por asentar.
En otras palabras, lo que le ocurre a Tres Días es, hasta cierto punto, sintomático de lo que le ocurre al grueso del cine español e incluso, si me apuran, al norteamericano: sus creadores poseen un sentido muy desarrollado de la estética audiovisual, fruto de una mayor alfabetización cinematográfica y del ritmo vertiginoso de una industria en permanente expansión, pero, o bien no tienen nada que decir ( y creo que este no es el caso de Tres Días, aunque sí el de Cobardes, tan consciente de su propio mensaje que olvida el hecho de que ya todos lo conocemos), o bien no saben cómo decirlo, ya sea porque se han centrado tanto en el continente que el contenido se les ha podrido en el proceso, ya sea porque el espectador medio, a estas alturas, no está para más contenido que el del traje de Angelina Jolie en Tomb Raider o el del fardahuevos de Daniel Craig en Casino Royale, según el sexo, o ya sea porque en un mundo donde levantas una piedra y te salen veinte tipos que se autoproclaman guionistas, los verdaderos guionistas se encuentran sepultados bajo una montaña surgida de esas mismas piedras que les llueven sin cuartel sobre las cabezas a lo Ken Loach.
El resultado es el mismo de cualquier manera: una duda muy grande sobre lo que Tres Días, así como otras muchas películas españolas de impecable factura técnica, podrían aportar al cine nacional si éste, de existir como tal, aceptara de una vez por todas que, un negocio consistente en contar historias, sólo puede salir adelante si se le concede al guionista la importancia crucial que su labor como hacedor primigenio de la historia sin duda merece. Para ello es necesario abandonar la mentalidad forrajera de hombre orquesta con falta de autoestima en favor de una cierta especialización, o lo que es lo mismo: un milagro, porque por más que esté claro que no todos los buenos directores son buenos guionistas, cada vez son menos los realizadores que delegan la responsabilidad de construir una buena trama a alguien cualificado para ello, cosa que pocas veces ocurre en lo que a fotografía o música atañe, donde tanto el director de fotografía como el compositor disfrutan de mayor libertad creativa, independencia y respeto hacia su trabajo. Es ese, y no ningún meteorito devastador, el verdadero apocalipsis de nuestro cine. Que Bruce Willis nos pille confesados.