El director James Gray ya había dado muestra de su talento como hacedor de tragedias policíacas con ecos shakespearianos en sus dos películas anteriores: Little Odessa, (León de Plata en Venecia 1994 ) y la infravalorada La Otra Cara del Crimen (2000). Ocho años más tarde del estreno en España de este último film llega a las carteleras, y con un retraso considerable con respecto a su fecha de producción, la nueva propuesta de un director con un talento visual y narrativo inversamente proporcional al reconocimiento público de su impecable labor como cineasta.
Con un sentido muy poco habitual del clasicismo y la tragedia, Gray urde una trama de polis y cacos (y de cacos que devienen polis y polis con espíritu de cacos) que oculta bajo su apariencia de producto del montón toda una lección de cómo construir una dinámica de personajes sólida, atractiva y universal sin perjuicio de la profundidad dramática y, sobre todo, humana, de lo que nos cuenta. Por el camino se permite el lujo (o más bien el alarde), de ofrecernos una retahíla de escenas puntuales que, bien sea por la crudeza de su planificación (la soberbia, aunque tal vez demasiado corta, persecución en coche) bien sea por la plasticidad de sus imágenes (el clímax final), o el ténebre suspense de su puesta en escena (la operación policial frustrada), cogen desprevenido al espectador que, como un servidor, tan sólo se esperaba en el momento de asentar sus posaderas sobre la butaca del cine un film correcto y sin demasiadas aristas con el que invertir dos horas de una tarde de sábado.
Por descontado, tal vez el efecto sorpresa deslumbre la retina con tal intensidad que muchos de los defectos de La Noche es Nuestra queden eclipsados por sus incontestables virtudes como espectáculo, sin embargo, esto no quiere decir que la película no tenga sus pequeños agujeros negros, tan sólo que James Gray logra imprimir luz suficiente en ellos como para que el tratamiento superficial de algunos personajes (el de Eva Mendes en particular, el de Mark Wahlberg en determinados pasajes), el conservadurismo moral encubierto que impregna toda la trama, y los trompicones rayanos en el tópico de ciertos diálogos, no logren en ningún momento emponzoñar el metraje gracias a un dominio del ritmo dramático muy por encima de la media del género. Podríamos decir, pues, que el retraso con el que la película ha llegado a nuestras pantallas ha merecido la pena, o, en palabras más esdrújulas y rimbombantes, que un buen retardo garantiza una catarsis de rango superior, incluso cuando, mientras se espera, hay que digerir pestiños del calibre de Casi 300 o 27 Vestidos. Cosas del suspense.