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Gonzalo G. Velasco

"Los perros dormidos mienten": La vuelta de todo

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A los nostálgicos de las comedia marrulleras de los ochenta tal vez no les diga nada el nombre de Bob Goldwaith, sin embargo, es más que probable que la saga Loca Academia de Policía sí les diga algo, y dentro de ella, un personaje descerebrado llamado Zed que protagonizaba las escenas tal vez más hilarantes de la franquicia. Pues bien, nuestro viejo amigo Zed es ahora el director de la película Los Perros Dormidos Mienten, un atípico intento por insuflar aire fresco a la comedia norteamericana moderna, estrenada en Sundance con reacciones oscilantes entre la detracción furibunda y la defensa a ultranza. Eso quiere decir que tal vez el film no suponga una revolución dentro del alicaído género de la comedia desvengorzada, pero que al menos, cuenta con alicientes de sobra para interesar a un espectador ya demasiado harto de puerilidades escatológicas y almíbar rancio a la sombra de los grandes éxitos romanticones protagonizados por Tom Hanks y Meg Ryan en los noventa.

Lo impresionante del asunto es que Goldwaith se desmarca de ambas tradiciones abordándolas frontalmente pero a través de un nuevo punto de vista. Sólo de esta forma puede comprenderse que una historia con una premisa argumental tan espinosa como la de Los Perros Dormidos Mienten, donde se nos narra como una pareja compacta, pasional y de buen ver, se ve sumida en el caos a raíz de una confesión sin precedentes en la historia del cine (para entendernos, la chica perfecta guarda un secreto de lo más escabroso. Y ese secreto es que, antes de conocer a su novio aparentemente también perfecto, tuvo la genial ocurrencia de practicarle una felación (en elipsis, por supuesto) a su perro sin que ella misma comprenda muy bien el motivo de tal comportamiento), fluya en imágenes con el ritmo dulzón y melifluo de las comedias románticas de toda la vida.

La escatología está siempre ahí, pero fuera de campo, como en las buenas películas de terror, y en cuanto al ternurismo, asoma la cabeza de vez en cuando pero sólo para ocultarla inmediatamente ante la certeza, muy posmoderna, de que a veces la sinceridad y la honestidad convienen menos que el sufrimiento silente. Todo ello nos lo expone Goldwaith tomando como modelo narrativo productos como Los Padres de Ella o Adivina Quién para subvertirlos a través de un filtro cínico pero al mismo tiempo comprensivo mitad American Beauty mitad melodrama a lo Douglas Sirk. Lo descabellado del planteamiento deviene así, de forma casi milagrosa, en una interesante reflexión sobre la necesidad de la mentira como única forma de supervivencia en una sociedad hipócrita que sonríe afablemente antes de echar espuma por la boca ante la revelación de cualquier secreto más o menos sórdido de esos que todos, incluidos los más críticos con el film, guardan en algún armario enmohecido.

Sin embargo, los malabarismos de Goldwaith no bastan para apuntalar de forma expeditiva un relato al que a veces se le ve el plumero de la propia doble moralidad que denuncia y, muy en especial, de una puesta en escena excesivamente plana que acusa en exceso las restricciones de presupuesto. Digamos, pues, que aunque Los Perros Dormidos Mienten supone un borbotón de relativa originalidad en el actual panorama de la comedia norteamericana al uso, la dispersión inherente a su trama, así como su dependencia de muchas de las convenciones inevitables del género, dejan al film a medio camino de lo que tanto sus detractores como defensores esperaban de él, precisamente porque sólo se moja hasta las rodillas, una decisión mesurada e inteligente por parte de su director, pero que, a la postre, no consigue evitar que la película termine por diluirse en la mente del cinéfilo irredento de vuelta de todo. Anoten el nombre de Goldwaith, de todas formas, pues al menos, ha intentado aportar algo nuevo en un terreno pantanoso capaz de engullir, por saturación, incluso las propuestas más arriesgadas. Toda una proeza para los tiempos que corren.

"Los perros dormidos mienten": La vuelta de todo

Gonzalo G. Velasco
Gonzalo G. Velasco
miércoles, 25 de junio de 2008, 22:00 h (CET)
A los nostálgicos de las comedia marrulleras de los ochenta tal vez no les diga nada el nombre de Bob Goldwaith, sin embargo, es más que probable que la saga Loca Academia de Policía sí les diga algo, y dentro de ella, un personaje descerebrado llamado Zed que protagonizaba las escenas tal vez más hilarantes de la franquicia. Pues bien, nuestro viejo amigo Zed es ahora el director de la película Los Perros Dormidos Mienten, un atípico intento por insuflar aire fresco a la comedia norteamericana moderna, estrenada en Sundance con reacciones oscilantes entre la detracción furibunda y la defensa a ultranza. Eso quiere decir que tal vez el film no suponga una revolución dentro del alicaído género de la comedia desvengorzada, pero que al menos, cuenta con alicientes de sobra para interesar a un espectador ya demasiado harto de puerilidades escatológicas y almíbar rancio a la sombra de los grandes éxitos romanticones protagonizados por Tom Hanks y Meg Ryan en los noventa.

Lo impresionante del asunto es que Goldwaith se desmarca de ambas tradiciones abordándolas frontalmente pero a través de un nuevo punto de vista. Sólo de esta forma puede comprenderse que una historia con una premisa argumental tan espinosa como la de Los Perros Dormidos Mienten, donde se nos narra como una pareja compacta, pasional y de buen ver, se ve sumida en el caos a raíz de una confesión sin precedentes en la historia del cine (para entendernos, la chica perfecta guarda un secreto de lo más escabroso. Y ese secreto es que, antes de conocer a su novio aparentemente también perfecto, tuvo la genial ocurrencia de practicarle una felación (en elipsis, por supuesto) a su perro sin que ella misma comprenda muy bien el motivo de tal comportamiento), fluya en imágenes con el ritmo dulzón y melifluo de las comedias románticas de toda la vida.

La escatología está siempre ahí, pero fuera de campo, como en las buenas películas de terror, y en cuanto al ternurismo, asoma la cabeza de vez en cuando pero sólo para ocultarla inmediatamente ante la certeza, muy posmoderna, de que a veces la sinceridad y la honestidad convienen menos que el sufrimiento silente. Todo ello nos lo expone Goldwaith tomando como modelo narrativo productos como Los Padres de Ella o Adivina Quién para subvertirlos a través de un filtro cínico pero al mismo tiempo comprensivo mitad American Beauty mitad melodrama a lo Douglas Sirk. Lo descabellado del planteamiento deviene así, de forma casi milagrosa, en una interesante reflexión sobre la necesidad de la mentira como única forma de supervivencia en una sociedad hipócrita que sonríe afablemente antes de echar espuma por la boca ante la revelación de cualquier secreto más o menos sórdido de esos que todos, incluidos los más críticos con el film, guardan en algún armario enmohecido.

Sin embargo, los malabarismos de Goldwaith no bastan para apuntalar de forma expeditiva un relato al que a veces se le ve el plumero de la propia doble moralidad que denuncia y, muy en especial, de una puesta en escena excesivamente plana que acusa en exceso las restricciones de presupuesto. Digamos, pues, que aunque Los Perros Dormidos Mienten supone un borbotón de relativa originalidad en el actual panorama de la comedia norteamericana al uso, la dispersión inherente a su trama, así como su dependencia de muchas de las convenciones inevitables del género, dejan al film a medio camino de lo que tanto sus detractores como defensores esperaban de él, precisamente porque sólo se moja hasta las rodillas, una decisión mesurada e inteligente por parte de su director, pero que, a la postre, no consigue evitar que la película termine por diluirse en la mente del cinéfilo irredento de vuelta de todo. Anoten el nombre de Goldwaith, de todas formas, pues al menos, ha intentado aportar algo nuevo en un terreno pantanoso capaz de engullir, por saturación, incluso las propuestas más arriesgadas. Toda una proeza para los tiempos que corren.

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