No es ningún secreto que el ser humano no es perfecto. No me refiero solamente a sus carencias físicas, a su debilidad mental o a su compulsiva tendencia a asociarse para distinguirse.
Me refiero también a los fallos que hacen humano al humano y a todo lo que toca. Sus errores se plasman en forma de objetos o sistemas de ideas, de cualquier forma y sobre cualquier superficie.
La mano del hombre ha creado religiones internamente contradictorias que se remontan hasta sólo Dios sabe cuándo y que hoy siguen en plena vigencia. Es el hombre quien ha edificado construcciones titánicas y él mismo las ha derrocado y las ha arrastrado por el polvo hasta enterrarlas en la historia.
En las contradicciones, en los cabos sueltos, se encuentra la verdadera esencia de lo que significa pertenecer a esta raza.
Cuando todo circula de manera habitual, se entrecruza de momento una jornada inusitada, un sucinto regalo del hombre para el hombre. Ni con calendarios lunares, ni con solares, ni aun con la combinación de ambos, ha podido nadie encuadrar la perfección de la órbita que le subyuga. Ante ello, la manera más común de remediar la cojera del calendario ha sido la adición de una o varias jornadas al final de algún mes concreto.
Entonces, en el irremediable devenir del tiempo, amanece un día extraño, un apaño que para muchos no tiene más sentido que un día cualquiera. Se equivocan. El día olvidado es siempre el día obsequiado, el día de más.
Cada treinta y uno de diciembre el tiempo nos mira desde lo alto, sonriente, inexorable; cada veintinueve de febrero somos nosotros quienes nos reímos del tiempo.