Pese a su enfermedad, un extraño mal degenerativo e incurable, Andrea Lago estuvo luchando durante años con dignidad y tesón por su vida, hasta que las fuerzas le abandonaron. Todo un ejemplo de nobleza y valor que se merecía un final lo más digno posible en su caso. De ahí que no me explique a qué ha venido tanto revuelo por una solicitud que tan sólo buscaba lograr el fin del sufrimiento de una criatura que no le había hecho daño intencionadamente a nadie. De hecho, yo sería el primero en reprochárselo a sus padres si la solución final estuviese dirigida a terminar sólo con su normal y propio padecimiento, pero las informaciones que nos han llegado puntualmente estos días pasados atestiguan que eso no era así, que la vida de la niña ya no era vida y que lo más humano en este caso era desconectarla de la máquina que la mantenía artificialmente con vida.
Los que se negaron a ello por sistema no les importaba demasiado la situación de la pequeña, pues al parecer todo indica que sólo se rigen por cuestiones pseudomorales de cariz autónomo. Olvidan que el código deontológico, al que suelen aferrarse como a un clavo ardiendo quienes no encuentran otros argumentos de peso a su inmovilismo, tiene más de dos mil años y que, demasiado a menudo, confunde a quien lo aplica al pie de la letra y sin excepción contra aquel al cual en un principio se pretendía aliviar en la enfermedad.
Aunque sorprende en hombres y mujeres de ciencia, el mayor hándicap con el que los papás de Andrea se tuvieron que enfrentar fue toparse de bruces con un equipo de galenos embrutecido por sus vastos conocimientos médicos que no fueron capaces de calibrar, ni en los momentos más críticos del estado de salud de la chiquilla, el verdadero alcance de la idoneidad de su intervención.