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A Ana Diosdado, a través del espejo

No olvidaré los tambores

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Morir, que según la primera premisa del silogismo “todos los hombres son mortales” parece cosa inevitable, es un hecho que sigue sorprendiendo; nos coge desprevenidos aun cuando seamos los únicos animales de la Tierra (por eso, racionales) que sabemos de su existencia y de que constituirá nada menos que nuestro ingreso en el TODO. Y escribo esto porque hay muertes que sorprenden más que otras (no hablo de dolor, sino de sorpresa) Es como si hubiera personas destinadas a vivir para siempre y cuando te enteras de que ya no están aquí, se produce en tu interior un cierto estupor, una cierta incredulidad ¿Cómo es posible que “esa” persona se haya escabullido por el juego de espejos que constituye lo que llamamos “tiempo”?

Me ha ocurrido pocas veces: con personas célebres (Katherine Hepburn, Jorge Luis Borges, Lawrence Olivier, Félix Rodríguez de la Fuente, Yehudi Menuhin…) y con otros que no lo han sido, por lo menos en cuanto a ese lugar común que llamamos “fama” se refiere, pero cuya existencia tenía para mí la extraña cualidad de la permanencia y la intemporalidad.

Uno de esos seres era –“es”- la escritora Ana Diosdado.

En este caso, como en los otros, esa engañosa atribución de pseudo inmortalidad (al final también hacen mutis, aunque rara vez por el foro) proviene de una admiración muy antigua, de cuando teniendo yo poco más de quince años asistí al estreno de la primera obra teatral de Ana, Olvida los tambores, en el Teatro Club de Madrid. Fue tal la impresión que me produjo y tantas las veces que me senté en el patio de butacas para sumergirme durante dos horas en aquel drama sencillo e intenso, que todavía hoy recuerdo el nombre de todos los actores: Silvia Tortosa, Nicolás Dueñas, Enrique Arredondo, Rafael Arcos, Lola Losada. Esa historia, la palabra, los diálogos, me llegaron con la fuerza que sólo en la adolescencia somos capaces de percibir. No sé si hoy sería capaz de sentirlas de igual modo, pero prefiero no averiguarlo. Pertenecen a la época en que me extasié con las novelas de Lajos Zilahy y recitaba párrafos de Los idus de Marzo, de Thorton Wilder. Una época de recuerdos agridulces y hermosos.

No dudé en escribirle una carta, expresando mi admiración. Y me contestó. La autora joven y ya consagrada respondió al desgarbado estudiante de bachillerato ¿Existen mejores mimbres para tejer una historia de amor platónico?

Años después estrenó El Okapi, un drama que transcurría en un asilo de viejos, y que era un canto nostálgico a la libertad (Enrique Diosdado y Amelia de la Torre, padres de Ana, fueron sus protagonistas) y no mucho más tarde en su tercera obra, Usted también podrá disfrutar de ella, interpretada por Fernando Guillén y Mª José Goyanes, volvió a tratar el tema del amor y la muerte, con el trasfondo del concierto nº 21 para piano de Mozart.

Con Ana Diosdado me ha ocurrido como con Gabriel Celaya, Luis Rosales, José Luis Sampedro, Frühbeck de Burgos, Rubinstein, Ana María Matute y tantos otros que se fueron sin que haya podido hacerles aquellas preguntas que me habrían ayudado a entenderles mejor y a dar con la clave de mi admiración.

Juego de almas. Juego de sombras. Evanescentes luminarias en el juego de espejos.

No olvidaré los tambores

A Ana Diosdado, a través del espejo
Luis del Palacio
jueves, 8 de octubre de 2015, 22:10 h (CET)
Morir, que según la primera premisa del silogismo “todos los hombres son mortales” parece cosa inevitable, es un hecho que sigue sorprendiendo; nos coge desprevenidos aun cuando seamos los únicos animales de la Tierra (por eso, racionales) que sabemos de su existencia y de que constituirá nada menos que nuestro ingreso en el TODO. Y escribo esto porque hay muertes que sorprenden más que otras (no hablo de dolor, sino de sorpresa) Es como si hubiera personas destinadas a vivir para siempre y cuando te enteras de que ya no están aquí, se produce en tu interior un cierto estupor, una cierta incredulidad ¿Cómo es posible que “esa” persona se haya escabullido por el juego de espejos que constituye lo que llamamos “tiempo”?

Me ha ocurrido pocas veces: con personas célebres (Katherine Hepburn, Jorge Luis Borges, Lawrence Olivier, Félix Rodríguez de la Fuente, Yehudi Menuhin…) y con otros que no lo han sido, por lo menos en cuanto a ese lugar común que llamamos “fama” se refiere, pero cuya existencia tenía para mí la extraña cualidad de la permanencia y la intemporalidad.

Uno de esos seres era –“es”- la escritora Ana Diosdado.

En este caso, como en los otros, esa engañosa atribución de pseudo inmortalidad (al final también hacen mutis, aunque rara vez por el foro) proviene de una admiración muy antigua, de cuando teniendo yo poco más de quince años asistí al estreno de la primera obra teatral de Ana, Olvida los tambores, en el Teatro Club de Madrid. Fue tal la impresión que me produjo y tantas las veces que me senté en el patio de butacas para sumergirme durante dos horas en aquel drama sencillo e intenso, que todavía hoy recuerdo el nombre de todos los actores: Silvia Tortosa, Nicolás Dueñas, Enrique Arredondo, Rafael Arcos, Lola Losada. Esa historia, la palabra, los diálogos, me llegaron con la fuerza que sólo en la adolescencia somos capaces de percibir. No sé si hoy sería capaz de sentirlas de igual modo, pero prefiero no averiguarlo. Pertenecen a la época en que me extasié con las novelas de Lajos Zilahy y recitaba párrafos de Los idus de Marzo, de Thorton Wilder. Una época de recuerdos agridulces y hermosos.

No dudé en escribirle una carta, expresando mi admiración. Y me contestó. La autora joven y ya consagrada respondió al desgarbado estudiante de bachillerato ¿Existen mejores mimbres para tejer una historia de amor platónico?

Años después estrenó El Okapi, un drama que transcurría en un asilo de viejos, y que era un canto nostálgico a la libertad (Enrique Diosdado y Amelia de la Torre, padres de Ana, fueron sus protagonistas) y no mucho más tarde en su tercera obra, Usted también podrá disfrutar de ella, interpretada por Fernando Guillén y Mª José Goyanes, volvió a tratar el tema del amor y la muerte, con el trasfondo del concierto nº 21 para piano de Mozart.

Con Ana Diosdado me ha ocurrido como con Gabriel Celaya, Luis Rosales, José Luis Sampedro, Frühbeck de Burgos, Rubinstein, Ana María Matute y tantos otros que se fueron sin que haya podido hacerles aquellas preguntas que me habrían ayudado a entenderles mejor y a dar con la clave de mi admiración.

Juego de almas. Juego de sombras. Evanescentes luminarias en el juego de espejos.

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