Cuando al incorporarme a un nuevo destino (el que ahora, Dios mediante, estoy a punto de dejar) le dije al que iba a ser mi jefe que la percepción que teníamos de él en el departamento de donde yo procedía es que era una máquina, no quería decir exactamente lo que entonces salió de mis labios, sino que con un símil intentaba ensalzar su gran capacidad de trabajo. Ahora que le conozco, sin embargo, que he tenido la oportunidad de trabajar con él codo con codo durante cuatro años, no se me ocurre otro adjetivo mejor o más fidedigno para calificar su fría y recalcitrante vehemencia.
Algunas personas –me niego a llamarles jefes y jefecillos, porque no sería justo negarles el respeto que ellos a menudo escatiman a sus subordinados–, con cierta responsabilidad en determinadas áreas de la Administración Pública, que es el sector laboral que más conozco después de llevar trabajando en ella cerca de veinticinco años, demuestran tener un grado o nivel de sensibilidad rallante con la indiferencia cuando se dirigen a sus trabajadores; de ahí la analogía, claro está.
Ahora que estoy a punto de zafarme de su poder e influencia, empiezo a ser consciente de la libertad extraviada durante todo este tiempo, y que ahora vuelve a mí como por ensalmo. Por fin, voy a llegar a mi lugar de trabajo sin sentir esa incómoda presión añadida que nos sobrevolaba a mí y al resto del equipo en su presencia. Lo siento por ellos, francamente, que son los que de ahora en adelante lo tendrán que sufrir, pero no puedo hacer nada para que su situación cambie. De hecho, sólo un suceso fuera de lo común puede conseguirlo, pero por desgracia ninguno de ellos ni yo mismo cree en milagros.
Ese es, entre otros, el peligro de colocar a un psicópata en un cargo de responsabilidad. Desafortunadamente hay muchos –demasiados, me atrevería a decir- en puestos clave de la Administración Pública. Luego pasa lo que pasa, y quien les ha nombrado no puede creer lo que le está pasando, incluso a veces a él.