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Llámase así una torre sita en Córdoba

Historia de la mal muerta

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Vivía en esta ciudad Fernando Alonso de Córdoba
de la Orden de Calatrava, un valiente caballero,
que un día cualquiera del año casó con dama de cuento.
Beatriz de Hinestrosa a él le quitaba el sueño,
por su pelo, por sus ojos, por su cara, por su cuerpo,
toda ella tan hermosa, tan hermosos sus anhelos,
sus virtudes eran tantas, que rememorar no puedo,
me llevaría mil años, los mismos que ya no tengo
pues el tiempo se me acaba y terminarlo pretendo.
Mas hete aquí que un buen día, un día de mucho viento,
se cruzó por su destino un malvado caballero,
de nombre Jorge de Córdoba y Solier para más cierto,
era de porte muy fino, era galán y altanero,
era rico y despechado, era cobarde y violento,
envidioso, malasangre, engañador y pendejo.
Prendado de su belleza, la quiso llevar al huerto,
ya le pasea la tarde, ya le dirige requiebros,
ya le enviaba regalos, regalos todos muy buenos
que ella los rechazaba mirándolos con desprecio.
Enfurecido el amante por tamaños desencuentros,
desdeñado su amor propio y carcomido por dentro,
decidió tomar venganza contra Alonso, contra ella,
contra sus hijos y feudos.

Una fuente de calumnias cubríale a ella el cuerpo
y su marido nervioso, en arrebato de celos,
transportado por la ira, pensó que todo era cierto.
Seis puñaladas corrieron, corrieron cortando el viento,
tres fueron hacia un costado, tres al corazón directo,
muriendo desta manera, la Beatriz de mi cuento.
También fue muerto el amante, el hermano y unos cientos
pues su furia enloquecida parar no quiso el monstrenco,
pidiendo después clemencia al mismo rey, ¡por supuesto!.
El rey que no le tragaba, por tamaño desafuero,
le impuso como castigo, que construyera muy presto
una torre desabrida, para encerrarle allí dentro.
Fernando Alonso de Córdoba, muriéndose ya de viejo,
llagado todo su cuerpo,
imploraba su perdón al mismo Dios de los cielos.
Allí sus huesos quedaron, roídos y hasta deshechos,
también su oprobio infundado y sus endemoniados celos.
Y aquí termino mi historia, pues la verdad no pretendo,
que es otra muy diferente al relato que yo cuento.

Historia de la mal muerta

Llámase así una torre sita en Córdoba
Carmen Muñoz
viernes, 2 de octubre de 2015, 22:32 h (CET)
Vivía en esta ciudad Fernando Alonso de Córdoba
de la Orden de Calatrava, un valiente caballero,
que un día cualquiera del año casó con dama de cuento.
Beatriz de Hinestrosa a él le quitaba el sueño,
por su pelo, por sus ojos, por su cara, por su cuerpo,
toda ella tan hermosa, tan hermosos sus anhelos,
sus virtudes eran tantas, que rememorar no puedo,
me llevaría mil años, los mismos que ya no tengo
pues el tiempo se me acaba y terminarlo pretendo.
Mas hete aquí que un buen día, un día de mucho viento,
se cruzó por su destino un malvado caballero,
de nombre Jorge de Córdoba y Solier para más cierto,
era de porte muy fino, era galán y altanero,
era rico y despechado, era cobarde y violento,
envidioso, malasangre, engañador y pendejo.
Prendado de su belleza, la quiso llevar al huerto,
ya le pasea la tarde, ya le dirige requiebros,
ya le enviaba regalos, regalos todos muy buenos
que ella los rechazaba mirándolos con desprecio.
Enfurecido el amante por tamaños desencuentros,
desdeñado su amor propio y carcomido por dentro,
decidió tomar venganza contra Alonso, contra ella,
contra sus hijos y feudos.

Una fuente de calumnias cubríale a ella el cuerpo
y su marido nervioso, en arrebato de celos,
transportado por la ira, pensó que todo era cierto.
Seis puñaladas corrieron, corrieron cortando el viento,
tres fueron hacia un costado, tres al corazón directo,
muriendo desta manera, la Beatriz de mi cuento.
También fue muerto el amante, el hermano y unos cientos
pues su furia enloquecida parar no quiso el monstrenco,
pidiendo después clemencia al mismo rey, ¡por supuesto!.
El rey que no le tragaba, por tamaño desafuero,
le impuso como castigo, que construyera muy presto
una torre desabrida, para encerrarle allí dentro.
Fernando Alonso de Córdoba, muriéndose ya de viejo,
llagado todo su cuerpo,
imploraba su perdón al mismo Dios de los cielos.
Allí sus huesos quedaron, roídos y hasta deshechos,
también su oprobio infundado y sus endemoniados celos.
Y aquí termino mi historia, pues la verdad no pretendo,
que es otra muy diferente al relato que yo cuento.

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