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Gonzalo G. Velasco

"John Rambo": De vuelta al infierno

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Tener que escribir una crítica sobre una película de Rambo en el año 2008 es casi una crítica en sí misma, o puede que más que una crítica, sea un chiste. Sin muchas palabras, por cierto. El personaje nació en los ochenta con Acorralado, derribando helicópteros a pedradas en un pueblecillo americano radical e intolerante que era un poco una metáfora de la América conservadora de Ronald Reagan, creció a lo largo de la década con dos secuelas Rambo:Acorralado II, y Rambo III, que situaban al héroe (no tan héroe en la novela original de David Morrell) en los bélicos escenarios de Vietnam y Afganistán, respectivamente, para que rodaran las cabezas de los malos y los críticos perdieran la suya clamando al cielo por la excesiva violencia de la saga, su reaccionario mensaje y la inverosimilitud de las escenas de acción, y luego desapareció a medida que los tiempos cambiaban. Sin embargo, el desparrame progresivo de la saga fue tal calibre que, incluso antes del clímax anticomunista de la tercera parte, el personaje parecía estar autoparodiándose, con lo cual, paradójicamente, la trilogía pasaría a la historia del cine como un importante documento para decodificar el pasado reciente de un país que en el fondo es John Rambo, (del mismo modo que España fue, en su época, Pajares y Esteso) y John Rambo no sólo acuñaría frases inolvidables como “para sobrevivir a una guerra hay que convertirse en guerra”, “no siento las piernas” o “día a día”, sino que se convertiría en un icono emblemático (y psicotrónico) del cine de acción moderno.

Por ello no es extraño que en plena era Bush a Sylvester Stallone se le haya antojado resucitar al personaje, igual que ha hecho hace poco con Rocky Balboa en la sexta entrega del potro italiano. La diferencia es que si el púgil hipervitaminado representaba el sueño de una nación, Rambo representa su pesadilla, el sueño que se tuerce y reparte hostias como panes, con perdón de la expresión. He ahí lo mejor y lo peor de la película: que, desafiando al tiempo y a las leyes de la evolución cinematográfica, Rambo sigue igual que en los ochenta. Incluso por momentos, se diría que en mejor forma. No se quita la camiseta ni suelta réplicas para la posteridad tan entrañables como las arriba mencionadas, pero el espíritu fascistoide, la violencia, y la cara de somormujo lavanco con estreñimiento no se la quita nadie por mucho que le dispare. John Rambo es una anacronía con patas en un tiempo donde medio Hollywood anda revolucionado criticando la situación en Irak, un personaje que, al contrario de lo que recomiendan todos los manuales de guión, no sigue más arco dramático que el que lleva al hombro para machacar enemigos, en definitiva: una excepción muy divertida.

Ahora la cosa va de salvar misioneros buenrollistas capturados en Birmania por tropas rebeldes. Un simple Mc Guffin. También podría ir sobre rescatar periodistas en Irak o ciudadanos secuestrados por las FARC en Colombia, claro que Stallone prefiere, con inteligencia, no meterse en berenjenales políticamente urticantes. Parece que el paso de los años le está sentando bien a este hombre, sobre todo en su faceta de director, como ya demostró, de sobra, en la muy reivindicable Rocky Balboa. Ahora, si me perdonan, voy a decir algo que les hará reír, y es que si el corazón no le revienta debido a un consumo excesivo de esteroides, Sylvester Stallone, nuestro Rambo, nuestro Rocky, lleva camino de convertirse, como Clint Eastwood en la actualidad, en el último cineasta clásico vivo. Lo digo porque, pese a su astroso guión y su cuestionable moralidad, John Rambo cuenta con unas muy secuencias de acción muy cuidadas que reúnen en una insospechada comunión al Peckinpah de Grupo Salvaje, al Mel Gibson de Apocalypto y al mejor William Friedkin. Algo así no debe perderse de vista por muy marrullero que sea el contenido de la película. Su proyecto sobre Edgar Allan Poe, en preproducción, esclarecerá muchas dudas al respecto. La mejor de las suertes, desde aquí, para un actor, guionista y director que, para muchos niños criados en los ochenta, es mucho más que eso.

"John Rambo": De vuelta al infierno

Gonzalo G. Velasco
Gonzalo G. Velasco
miércoles, 26 de marzo de 2008, 02:37 h (CET)
Tener que escribir una crítica sobre una película de Rambo en el año 2008 es casi una crítica en sí misma, o puede que más que una crítica, sea un chiste. Sin muchas palabras, por cierto. El personaje nació en los ochenta con Acorralado, derribando helicópteros a pedradas en un pueblecillo americano radical e intolerante que era un poco una metáfora de la América conservadora de Ronald Reagan, creció a lo largo de la década con dos secuelas Rambo:Acorralado II, y Rambo III, que situaban al héroe (no tan héroe en la novela original de David Morrell) en los bélicos escenarios de Vietnam y Afganistán, respectivamente, para que rodaran las cabezas de los malos y los críticos perdieran la suya clamando al cielo por la excesiva violencia de la saga, su reaccionario mensaje y la inverosimilitud de las escenas de acción, y luego desapareció a medida que los tiempos cambiaban. Sin embargo, el desparrame progresivo de la saga fue tal calibre que, incluso antes del clímax anticomunista de la tercera parte, el personaje parecía estar autoparodiándose, con lo cual, paradójicamente, la trilogía pasaría a la historia del cine como un importante documento para decodificar el pasado reciente de un país que en el fondo es John Rambo, (del mismo modo que España fue, en su época, Pajares y Esteso) y John Rambo no sólo acuñaría frases inolvidables como “para sobrevivir a una guerra hay que convertirse en guerra”, “no siento las piernas” o “día a día”, sino que se convertiría en un icono emblemático (y psicotrónico) del cine de acción moderno.

Por ello no es extraño que en plena era Bush a Sylvester Stallone se le haya antojado resucitar al personaje, igual que ha hecho hace poco con Rocky Balboa en la sexta entrega del potro italiano. La diferencia es que si el púgil hipervitaminado representaba el sueño de una nación, Rambo representa su pesadilla, el sueño que se tuerce y reparte hostias como panes, con perdón de la expresión. He ahí lo mejor y lo peor de la película: que, desafiando al tiempo y a las leyes de la evolución cinematográfica, Rambo sigue igual que en los ochenta. Incluso por momentos, se diría que en mejor forma. No se quita la camiseta ni suelta réplicas para la posteridad tan entrañables como las arriba mencionadas, pero el espíritu fascistoide, la violencia, y la cara de somormujo lavanco con estreñimiento no se la quita nadie por mucho que le dispare. John Rambo es una anacronía con patas en un tiempo donde medio Hollywood anda revolucionado criticando la situación en Irak, un personaje que, al contrario de lo que recomiendan todos los manuales de guión, no sigue más arco dramático que el que lleva al hombro para machacar enemigos, en definitiva: una excepción muy divertida.

Ahora la cosa va de salvar misioneros buenrollistas capturados en Birmania por tropas rebeldes. Un simple Mc Guffin. También podría ir sobre rescatar periodistas en Irak o ciudadanos secuestrados por las FARC en Colombia, claro que Stallone prefiere, con inteligencia, no meterse en berenjenales políticamente urticantes. Parece que el paso de los años le está sentando bien a este hombre, sobre todo en su faceta de director, como ya demostró, de sobra, en la muy reivindicable Rocky Balboa. Ahora, si me perdonan, voy a decir algo que les hará reír, y es que si el corazón no le revienta debido a un consumo excesivo de esteroides, Sylvester Stallone, nuestro Rambo, nuestro Rocky, lleva camino de convertirse, como Clint Eastwood en la actualidad, en el último cineasta clásico vivo. Lo digo porque, pese a su astroso guión y su cuestionable moralidad, John Rambo cuenta con unas muy secuencias de acción muy cuidadas que reúnen en una insospechada comunión al Peckinpah de Grupo Salvaje, al Mel Gibson de Apocalypto y al mejor William Friedkin. Algo así no debe perderse de vista por muy marrullero que sea el contenido de la película. Su proyecto sobre Edgar Allan Poe, en preproducción, esclarecerá muchas dudas al respecto. La mejor de las suertes, desde aquí, para un actor, guionista y director que, para muchos niños criados en los ochenta, es mucho más que eso.

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