Una de las manías del ser humano es la de unir y separar. El proceso mental clasificatorio del hombre se basa en unir objetos en categorías y así separarlos del resto.
Obviamente, sería inútil separar algo que no está unido ni unir algo que no está, en un principio, separado. Es por eso que los procesos de ligar y desligar forman dos caras del mismo acto.
Georg Simmel colocó como caso paradigmático de la unión la figura del puente, y la frontera de la puerta como exponente de la separación.
El puente se alza como el ingenio humano que se sobrepone a la separación natural de dos objetos a priori irreconciliables. Cuando un puente se fija, nada importa el sentido del trayecto.
Lo realmente importante es que lo separado es ahora un solo elemento, que esa unión es perdurable (el puente no necesita del tránsito para ser, pues no se agota al cruzarlo) y, sobre todo, que el trayecto se puede efectuar.
Eso es lo que le diferencia radicalmente de la puerta. Cuando se liga una parcela del espacio infinito entre paredes y se establece una separación entre esta parcela y el resto del espacio continuo, la puerta es la frontera quebradiza necesaria.
Como dice Simmel, la puerta responde a la necesidad del ser humano de imponerse fronteras que puede disolver para relacionarse multidireccionalmente con el mundo. Así también él se separa cuando entra y se une a todo cuando sale. Por eso no es aquí irrelevante el sentido de los pasos: las puertas están hechas para salir.
El puente nos impone la dirección y sólo nos permite elegir el sentido, ir de este punto a aquél otro. La puerta aísla nuestro espacio y lo separa de todo permitiéndonos salir de aquí para ir a cualquier sitio.
Lo seguro, lo contable, se encuentra aquí dentro. Tras la puerta, la libertad.