A más de un líder político de nuestro país, se le habrá atragantado como ninguna otra la victoria de Tsipras en las urnas helenas. En unos pocos meses, todos ellos con más bajos que altos y alguna que otra decepción, los amigos de Syrisa han vuelto a alzarse con una mayoría de escaños que les permitirá gobernar nuevamente; eso sí, con una pequeña ayuda. Se ha demostrado, por tanto, que el empuje de los podemitas griegos no era flor de un día. El mensaje de que una nueva y mejorada actividad política es posible ha calado hondo en sus conciudadanos, que no han dudado en confiar de nuevo en el hombre que ha revolucionado como pocos la manera de hacer política en el continente europeo.
Con razón o no, estos resultados tan peculiares no hacen más que incidir en la desesperada situación en que se encuentra un elevadísimo número de griegos, por un lado, y lo poco o nada que tienen que perder si la única persona en quien verdaderamente confían fracasa finalmente, por otro. El sufragio concedido a Tsipras es lo más parecido a una huida hacia adelante, de la que podemos haber sido testigos privilegiados en los últimos años.
Su pueblo le ha agradecido, de la mejor manera que sabía y podía, que el político no se aferrase como una lapa al cargo después de decepcionar a la mayoría simple de los votantes. Mariano Rajoy, nuestro presidente, podía haber hecho lo mismo tras comprobar in situ no sólo que la práctica totalidad de sus promesas preelectorales eran irrealizables en una España acuciada por la crisis económica, sino que también se quedaría corto en otros aspectos, pero nuestro presidente no fue valiente, y por eso ahora sobrevuela sobre su cabeza la sombra de un más que posible fracaso electoral el próximo diciembre.