Cuando se llega a la conclusión de que no hay nada que hacer, es porque no se sabe muy bien qué hacer y no porque el quehacer no tenga sentido alguno.
Las sociedades evolucionan, para bien en la mayoría de los casos, y a eso lo llamamos progreso. Dicho avance, ha traído nuevos conocimientos con los que transformar tanto nuestras vidas como las de quienes apreciamos. Y eso está bien, qué duda cabe, no podemos sentirnos de ningún modo culpables por ello. Ahora bien, si en ese proceso obviamos a quienes no han tenido la oportunidad de crecer al ritmo que cabría desear, la cosa cambia.
El progreso no es -o no debería ser- exclusivo para unos pocos privilegiados, sino para todos los seres humanos, independientemente de la cultura a la que pertenezcan, la religión que profesen o el estrato social del que procedan. Por eso tenemos que convencernos y convencer de la necesidad de promover la equidad ya desde el nacimiento del individuo, para dedicarle una atención por parte de la sociedad que sin duda merece, y no esperar a que se produzcan esas complicaciones en su vida fruto de sus circunstancias particulares, que le llevarán a engrosar las listas de quienes no tuvieron la oportunidad de labrarse un futuro en igualdad de condiciones.
Es más que probable -no seré yo quien desmienta a Lévi-Strauss y su particular visión de la exclusión- que cualquier sociedad contenga un ápice de perversidad al albergar de modo irremediable a un número determinado de excluidos, como preludio de su argumento a la oposición entre sociedades centrífugas versus centrípetas, o cómo algunas pocas tienden a albergar, y las más a rechazar al individuo en riesgo. Pero eso no es óbice para, en cualquier caso, intentar hacer todo lo posible para que esa cifra vaya disminuyendo a medida que sus miembros evolucionan con el progreso, y con ello dejan de entender como irremediable una situación que les incumbe por el solo hecho de formar parte de ella y de todo lo que contiene.