Ya tenemos a septiembre, con “p” o sin “p”, y si me gusta este mes es por el aroma a alcanfor que comienza a desprender en sus últimos días, o sea, cuando a la vuelta de una esquina, esencialmente las situadas en los aledaños de la Acera de la Marina malagueña, la brisa da paso a un estornudo que nos comunica que la canícula ha terminado y que hay que echar mano a una ropa de más abrigo y que algunos conservadores la tienen alcanforada.
El estornudo es fuente de virus y, lo que son las cosas, cada vez que yo suelto tres o cuatro de ellos seguidos me quedo en la gloria porque mi torpe mollera se despeja; ahora bien, como mis estornudos aparecen de forma acelerada no me da tiempo a colocarme el pañuelo, más aún, si me lo colocara y abortara el estallido del atchís tengo la sensación de que me estallarían la sesera.
Nos dicen los expertos en estornudos que hay que efectuarlo a una distancia mayor de un metro de la persona que tenemos frente a nosotros, por lo que sería conveniente que a partir de hoy llevemos una cinta métrica para situar al otro u otra en esa distancia preventiva por la que cualquier virus pueda pasar de largo o perder parte de su virulencia.
Y aunque todavía nos queda pasar el veranillo del membrillo y de la llamada mosca cojonera, esa que te trinca a la vuelta de la primera esquina y ya no te deja hasta bien entrada la tardenoche, estamos deseando que el calor dé paso a la suave brisa y al leve fresco, acompañantes majestuosos para tomar un rico pampero y hablar de temas trascendentales, entendiendo por trascendencia ese estadio de la vida que desconoces, pero que intuyes puede encontrarse en la plaza de asombro, a poco que permitas que el asombro, el amor, sea tu señor y acompañante.
Si pudieras acompañarme te señalaría uno de los lugares donde el asombro asoma su milagro.