El actual dirigente de la Iglesia Católica, el Papa Benedicto XVI, se encamina a marchas forzadas hacia el fundamentalismo dogmático-religioso sin la aportación del terrorismo. Su objetivo prioritario es el de encumbrar a su institución al primer nivel del poder religioso mundial. Es una actuación premeditada, conocedor de la influencia islámica y del derroche evangélico de otras iglesias que cada día ganan más adeptos.
Ya, en su discurso de Ratisbona, apuntó las dos bases de su campaña: la coherente compatibilidad racional entre la fe y la razón -premisa fundamental para continuar creyendo en la existencia de Dios, particularmente, de su Dios trinitario- y el aviso contundente de la irracionalidad del Alá del Corán por inexistente o no verdadero al basar su teórica doctrina en la violencia. Por cierto, en tal sentido, al erudito intelectual alemán, no le falta parte de razón. No olvidemos, que el presidente católico es de cerebro docto y no da puntada sin hilo.
Siguiendo su camino evangelizador, publica su Jesús de Nazaret, libro que intenta actualizar los vetustos Evangelios y hasta la propia figura de Cristo, situándolo como genuino y único líder entre los dioses del orbe, es decir, más que un "primus inter pares", es un Primero exclusivo y verdadero. El fin último, es conseguir el liderazgo espiritual para que su Iglesia no desaparezca con los nuevos conocimientos a los que los hombres estamos accediendo, no descubiertos en el pasado y que hicieron posible el invento machaconamente humano de las religiones.
Ahora, parece que al citado Papa no le gusta la escenografía del belén que hasta el mometo se inspiraba en el evangelio de San Lucas. Prefiere cambiarla por la de San Mateo, con lo que va a desarmar el belén tradicional que, al menos, poseía belleza estética en lo natural de su paisaje, en lo bucólico de sus pastores y en lo cósmico del limpio cielo estrellado. Por lo que respecta a la mula y el buey, seguramente, desaparezcan, dado que el nuevo regente de la Santa Sede considera que los acogedores animales son un invento de los evangelios apócrifos. La nueva escenografía reflejará la realidad palestina y sus típicas arquitecturas. A ambos lados del nacimiento estarán la carpintería de José y una posada, convirtiéndose Nazaret y no Belén, en la cuna de la fe cristiana, ya que José cogió a María en su casa, la misma, donde nacería Jesús y San José, no hay que olvidarlo, vivía en Nazaret. En definitiva, el nuevo inquilino del Vaticano, está armando el belén, no sólo porque un día nos dice que ya no hay limbo, otro día nos dirá que adiós al purgatorio -ese infierno temporal- sino porque su ortodoxia que se afana de rigor y purismo está trascendiendo los límites de la exageración en lo sagrado y atentando la inteligencia de los que obsevamos las contradicciones grotescas de una Iglesia tan teatral, al más puro estilo italiano, como la católica. Si San Francisco de Asis inventó el belén, allá por el siglo XIII, déjese el invento como lo que es, un arte, a veces, otras, muy fallero como el de la calle de San Gregorio Armeno y, en muchas de las ocasiones, como un espacio que suprime temporalmente las distancias de estatus, edad, género o clase y convierte a los niños en mediadores que nos unen con el más acá, pues, el más allá, pertenece al ocultismo sectario de la casta sacerdotal.
¿Qué importa seguir a San Lucas o a San Mateo, si sus relatos conforman parte de un todo del imaginario popular tradicional.? Más congruente sería que la cúpula de Roma dejara de apegarse al poder de la política y el dinero, que es su auténtico belén. El severo teólogo, que manipula los mitos sagrados para no perder parroquia urbi et orbe, sabe que la religión siempre es popular, nunca de corte racionalista, por lo que, al menos, debiera aferrarse al Concilio Vaticano II y no al de Trento que se distancia mucho de la pietas francisca, tan popular y crédula.
Si la Iglesia Católica, antes de desaparecer, quiere de verdad empezar el análisis de su esencialismo doctrinal, respete, primero, la piedad hogareña de la tradición que, aunque conforme la religión popular, es más ingenua y emotiva que aquella de los teólogos doctrinarios que nunca dejan de inventar para el supuesto control de las mayorías. La derecha rancia, nostálgica y acosadora de formas religiosas -como la que representa, por ejemplo, la millonaria y cursilona Esperanza Aguirre-, siempre fusionada con el catolicismo nacional, que entone el villancico popular de toda la vida y deje al tudesco del Vaticano el villancico romano sin mula ni buey.