Hay que ver cómo pasa el tiempo. En el próximo diciembre cumplo sesenta.
Recuerdo que cuando tenía 14 años me gustaban las chicas de 14 a 17. A partir de ahí me parecían un poco “viejas”. Pasados los años me di cuenta de que me gustaban más las chicas de veintitantos, treinta y tantos y cuarenta y tantos, ante lo que cabe preguntarse si cambiaban ellas o cambiaba yo.
Aunque solo lo he visto una o dos veces, se que hay un programa de la televisión autonómica andaluza de los de buscar la media naranja al que acuden solo gente de setenta para arriba.
¿Por qué pasarán estas cosas?
Creo que la respuesta me la dio mi amigo Miguel, que es mecánico de coches, que hablando del coche que tengo yo, un Audi A-3, me comentó que estos coches cuando realmente están en su punto es cuando llevan ya unos 100.000 kilómetros porque las piezas ya están bien acopladas y es entonces cuando el coche va de maravilla.
Pocos días después de hablar con Miguel llevé en el coche a Pepa, una amiga mía de 69 años muy bien aprovechados, que en un momento determinado elogió la suavidad del coche. Aproveché para referirle el comentario de Miguel, a lo que Pepa me respondió que así pasa con todo en la vida pues al principio siempre hay piezas no acopladas, pero con paciencia y trabajo se llega a la madurez, tanto en las personas como en las instituciones.
No tuve nada que añadir porque el comentario me pareció muy certero, también aplicable, por supuesto, a las mujeres, que a mi modo de ver, a los sesenta y tantos están en su mejor momento porque hay en ellas una madurez que no la había cuando tenían 18 años, aunque según Angelita, otra amiga mía de algo más de setenta, a esa edad ella estaba más “aparentota” que ahora. Qué poco realista es Angelita.
Vamos a ver, cuando hablo de madurez no me estoy refiriendo exclusivamente al “espíritu” como modo de disculpar una decrepitud patente. A mi modo de ver, no existe esa supuesta decrepitud. Cuando hablo de madurez o de plenitud, lo hago en todos los sentidos. No solo me refiero a que una chica de sesenta siempre es más inteligente que una de veinte, sino también más culta, más simpática, mejor conversadora, y por supuesto, más guapa, ya que convendrá conmigo todo aquel que no tenga el cerebro de un mosquito semental, que la belleza en la mujer es algo más que el 90-60-90, así como que la belleza femenina no se puede valorar por una imagen fija—una foto—sino por algo mucho más rico como es la expresión verbal y no verbal, en la que una chica de sesenta—una chica de oro—le da cien vueltas a una chavala de veinte.
De todo lo anterior ha de deducirse que mis amigas de sesenta—Pepa, Angelita, Carmen, Rosa, Pilar, Conchi, Auxi, Lourdes, María José y unas cuantas más—en realidad son como un Audi con 100.000 kilómetros, en la plenitud de la vida, con esas características femeninas a pleno rendimiento—la transparencia, la contradicción, etc. —que en chicas jóvenes están aun en estado embrionario.
Me detengo, por ejemplo, en la transparencia. Algo característico en la mujer es la incapacidad para ocultar sus sentimientos. Lo diré en forma positiva: la transparencia, porque en realidad es una virtud. Las mujeres jóvenes también tienden a la transparencia, pero suelen cometer el error de intentar ocultar sus sentimientos a veces, emulando patrones machistas, aunque siempre se les ve el plumero.
Una característica de la madurez es la de manifestarse como se es. Por eso las chicas de sesenta (las chicas de oro) son más auténticas, y por eso, a quienes ya vamos teniendo un poco de experiencia de la vida nos gustan más que las de veintitantos, las cuales se las dejamos a Cristiano Ronaldo y demás brutos del fútbol: con su pan se las coman.
Decir todas estas cosas puede parecer surrealista en la sociedad en que vivimos que idolatra el cuerpo pero no tiene ni puta idea de lo que es la persona. Que se jodan.