A finales del año pasado tuve la ocasión de hablar con una concejala de urbanismo de un determinado municipio cordobés en la que pude percibir una absoluta falta de responsabilidad, por cuanto reconoció que, tras los cuatro años que llevaba en el cargo, no sabía nada acerca del procedimiento administrativo que siguen los expedientes ni de los derechos de los ciudadanos contenidos en la ley de procedimiento administrativo.
En un momento determinado de la conversación le pregunté si era consciente de que con su actuación podía cometer delito de prevaricación. Me respondió que estaba segura de que no, porque ella se limitaba a seguir a pies juntillas los informes del arquitecto municipal y que sería en todo caso el referido funcionario quien lo cometiera.
O sea, que esa señora piensa que tiene poco más o menos la misma inviolabilidad que la que la Constitución otorga al rey, que al menos que yo sepa, es el único español que no tiene responsabilidad de sus actos. ¿No se le habrá ocurrido a esta señora echar una ojeada y ver la muchedumbre de políticos condenados penalmente, muchos de ellos de su partido, creídos que podían hacer impunemente lo que les saliera de los cojones pensando que al final iría a la cárcel el funcionario de turno?
Se me ocurre pensar en las comparecencias de hace no mucho tiempo por el Tribunal Supremo de personajes tales como Chaves, Griñán, Zarrías, Veira, Moreno y otros, hoy día imputados hasta las cejas, pues la lista de famosos de la jueza Alaya es kilométrica. Todos estos "artistas" parece ser que tenían un ligero error de percepción que les llevó a pensar que, al igual que el rey, ellos también eran inviolables y que la culpa de todos esos millones de euros esfumados la tiene el tonto de turno, que para ellos era el interventor.
Volviendo a la conversación con la citada concejala, ante su convicción de que el Código Penal no va con ella, le recordé que un político, a menos que se demuestre lo contrario, es un ser humano, con inteligencia y voluntad, y por tanto con libertad, y no un simple sello de caucho que se estampa detrás de los informes de los funcionarios. Y que esa voluntad sirve para algo más que para poner la mano y cobrar un buen sueldo a final de mes.
Cuando le decía todas estas cosas, la referida concejala ponía cara de haba, como enajenada. Me di cuenta de que vivía en otro mundo distinto al mío, de que en tres años largos se había instalado en la poltrona y cumplía perfectamente el perfil de los de la casta: Desprecio absoluto hacia los administrados, irresponsabilidad hacia los cometidos públicos del cargo, incardinación en un grupo político cuyo único objetivo es la permanencia en el poder, mentalidad de dueña del cortijo, ausencia total de actitud de escucha y comprensión de los puntos de vista ajenos, es decir, incapacitación total para el diálogo.
Hay veces que me pregunto cómo es posible que la política, incluso la política local, lleve a mutar a las personas de esta manera y las separe así del resto de las personas hasta formar una secta aparte’una casta’ en la que, ya se sea de izquierdas o de derechas, se cometen las mismas injusticias con los administrados. Porque este caso se repite en la mayoría de los ocho mil y pico municipios de España.
Verdaderamente, un año electoral, con todo el coñazo que ello supone, no deja de ser una buena ocasión para limpiar el patio un poco. Claro que, siempre hay electores tan tontos que salen de Málaga y se meten en Malagón. Ser de la casta es lo primero que han aprendido los de Podemos y los de Ciudadanos.