Hay quien piensa que la democracia es el menos malo de los sistemas políticos. Para quienes tengan interés en profundizar en esta cuestión les recomiendo leer la encíclica Centessimus Annus de san Juan Pablo II, en la que se hace una entusiasta apología de la democracia, pero sin desmarcarla del amor a la verdad y a la ética, que deben actuar como principios de aquella.
En todo caso, lo que resulta innegablemente positivo es que cada cuatro años los políticos vean como el culo se les queda al aire, sin poltrona, y al menos en periodo electoral, se vean obligados a prestarle algo de atención al pueblo.
En cuanto a las gilipolleces al uso como las inauguraciones oficiales preelectorales y demás tonterías similares, no deberían influir demasiado en el voto de los ciudadanos. Nadie debería ser tan tonto como para votar a un partido simplemente porque haya pavimentado una calle tres días antes de las elecciones sino porque a él le hayan tratado personalmente bien desde el poder y le hayan resuelto su problema.
Algo esencial en quien se dedica a la política debería ser desterrar el sectarismo. En la Diputación de Córdoba viene siendo "tradicional" tratar de un modo descaradamente favorable a los municipios en los que gobierna el mismo partido que en la Diputación, y tener a pan y agua, a los que son de signo contrario.
Sin embargo, ese sectarismo colectivo de unos pueblos frente a otros se torna más grave cuando se lleva a cabo entre ciudadanos del mismo pueblo.
En una anterior colaboración expuse el caso macabro del ayuntamiento de Priego de Córdoba, que mientras trata con celeridad los asuntos de determinados ciudadanos amigos y afines, a otros les hace esperar hasta 13 años en la concesión de una licencia. Ese ambiente de antagonismo, propio de la España negra, sigue vivo en multitud de pueblos españoles bajo un formalismo democrático en el que al enemigo político se le desprecia en el mejor de los casos.
Creo recordar que también Hitler ganó democráticamente las elecciones de 1933. De igual manera hoy día en España hay muchas cosas que pasan en la vida política que formalmente son correctas. Pero está claro que no vamos bien.
Quien lea la Centessimus Annus podrá convenir conmigo en que no todo lo que se “puede” hacer se “debe” hacer; que, sean cristianos o no, los políticos deberían tener una ética, y como dice el número 46 de dicho documento, la democracia “asegura la participación de los ciudadanos en las opciones políticas y garantiza a los gobernados la posibilidad de elegir y controlar a sus propios gobernantes, o bien la de sustituirlos oportunamente de manera pacífica”.
Remover del puesto de manera pacífica. Quizá esto es de las pocas cosas buenas que nos quedan cuando vemos que bajo un formalismo democrático se encierra una gran mentira que juega con la buena fe de los ciudadanos. Claro que, para remover a los corruptos hace falta tener talento y darse cuenta de que nos están mintiendo.
Hace años había una expresión que era casi un dogma político intocable: "El pueblo es sabio, el pueblo nunca se equivoca". Hoy día, tal y como está el patio, ya nadie sostiene algo así; incluso hay quien sostiene abiertamente que el pueblo es rematadamente tonto porque ni siquiera es capaz de quitarse de encima a los chorizos que le gobiernan bajo unas formas aparentemente correctas.
Evidentemente, la regeneración política y la auténtica democracia pasa por un respeto a la ética y a la verdad de las cosas. Mientras no se siga ese camino, la porquería estará más cerca de lo que nos imaginamos.