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Los chistes por los que Zapata ha dimitido no sólo no tienen gracia; lo más preocupante es que son brutos, burdos, sin brillo

Un país con mucha gracia

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El humor es el último recurso que nos devuelve, inmisericorde, a nuestra natural condición, a nuestra animalidad. Detrás de todo tipo de humor, el sano y el negro, se esconde siempre una cierta porción de verdad, algo de nosotros mismos, la consagración de nuestras miserias. David Torres cuenta una divertida anécdota en la interminable cola de espera de Auschwitz: “¡Hay que reconocer que con los alemanes esto estaba mucho mejor organizado!”. El receptor de la broma, un judío amigo suyo, sonríe: “Eso es lo que yo llamo humor yiddish“.

Lo que consagra al humor es la risa. Un resorte impulsivo, instintivo; la prueba del nueve de que algo tiene gracia. Podemos reírnos por contagio u hospitalidad, pero el sentido del humor depende también de la educación que una persona haya recibido. No todo tiene gracia y no a todo el mundo le hacen gracia las mismas cosas. Conquistada la risa, se instaura una suerte de inconsciente legitimación de esa hipótesis. O no. Los creadores de un humor sin gracia saben muy bien que reírse de algo, implica en ocasiones relativizar el peso del mensaje, descargar de gravedad algo que quizá no merece ser elevado a la categoría de liviano. El humor sólo puede ser sano si todos nos vemos reconocidos en él, si todos somos incluidos.

España es un país con mucha gracia. Siempre he sospechado el famoso gracejo andaluz conforma la rúbrica de una manera de entender la vida extensible a toda la península; la gracia y el salero llevan consigo una suerte de laxa facultad que busca disculpar el rigor y la ley. En la sublimación de lo trivial encontramos el anhelado vínculo que lo mismo sirve para adjudicar una obra pública que para tirar un tabique sin necesidad de licencia municipal. Esta suerte de poderío peninsular se extiende de Cádiz a Irún. Varían los acentos, quizá los flequillos, pero entre el “no preocuparse” dejándolo todo en manos del compadreo, y hacer algo “con dos cojones”, tampoco existe una sustancial diferencia. Se trata en el fondo de consumar la indulgencia, de ahorrarnos la normativa, de evitar el peritaje y la calidad. Con la gracia y el tronío que nos caracteriza, cerramos lo nuestro que luego si eso, ya nos confesaremos o portaremos el paso en semana santa.

Apenas han pasado 48 horas desde la toma de posesión de unos cuantos alcaldes dispuestos a dialogar sobre desahucios con los bancos y ya vemos cernirse al séptimo ángel, trompeta en mano, anunciando el apocalipsis. Unos lamentables tweets escritos fuera del ámbito público hace cinco años, se convierten hoy en cuestión de Estado. Los chistes por los que Zapata ha dimitido no sólo no tienen gracia; lo más preocupante es que son brutos, burdos, sin brillo. Que no participa de complicidad alguna se da por descontado. Contundente, el oponente despliega su poder aunque por dentro se desternille de la risa. Sabido es que la ofensa es una condición subjetiva. Sentirse ofendido, alarmado, escandalizado, es también un acto de creación política.

El secreto del tradicionalismo peninsular radica en su firme convicción de que a la sociedad se la puede volver a engañar una y otra vez. Llevan toda la vida haciéndolo. “No hemos perdido nunca y lo sabes” que diría Julito. Alguien es capaz de imaginar, concebir siquiera, un país más allá de Zamunda [“el pene de su alteza está limpio” que dirían las silentes siervas] donde una vez descubierta la morterada de delictivos millones del tesorero de la máxima autoridad ejecutiva del estado, ésta le responda: “Se fuerte, hacemos lo que podemos; ánimo y un abrazo”. ¿A que tiene gracia el tweet? Pues de ahí para abajo todo resulta mucho más divertido. Ni se inmutan. ¿Y éstos pretendían disputarnos el poder en unos meses? Es para partirse.

Un país con mucha gracia

Los chistes por los que Zapata ha dimitido no sólo no tienen gracia; lo más preocupante es que son brutos, burdos, sin brillo
Alex Vidal
miércoles, 17 de junio de 2015, 22:51 h (CET)
El humor es el último recurso que nos devuelve, inmisericorde, a nuestra natural condición, a nuestra animalidad. Detrás de todo tipo de humor, el sano y el negro, se esconde siempre una cierta porción de verdad, algo de nosotros mismos, la consagración de nuestras miserias. David Torres cuenta una divertida anécdota en la interminable cola de espera de Auschwitz: “¡Hay que reconocer que con los alemanes esto estaba mucho mejor organizado!”. El receptor de la broma, un judío amigo suyo, sonríe: “Eso es lo que yo llamo humor yiddish“.

Lo que consagra al humor es la risa. Un resorte impulsivo, instintivo; la prueba del nueve de que algo tiene gracia. Podemos reírnos por contagio u hospitalidad, pero el sentido del humor depende también de la educación que una persona haya recibido. No todo tiene gracia y no a todo el mundo le hacen gracia las mismas cosas. Conquistada la risa, se instaura una suerte de inconsciente legitimación de esa hipótesis. O no. Los creadores de un humor sin gracia saben muy bien que reírse de algo, implica en ocasiones relativizar el peso del mensaje, descargar de gravedad algo que quizá no merece ser elevado a la categoría de liviano. El humor sólo puede ser sano si todos nos vemos reconocidos en él, si todos somos incluidos.

España es un país con mucha gracia. Siempre he sospechado el famoso gracejo andaluz conforma la rúbrica de una manera de entender la vida extensible a toda la península; la gracia y el salero llevan consigo una suerte de laxa facultad que busca disculpar el rigor y la ley. En la sublimación de lo trivial encontramos el anhelado vínculo que lo mismo sirve para adjudicar una obra pública que para tirar un tabique sin necesidad de licencia municipal. Esta suerte de poderío peninsular se extiende de Cádiz a Irún. Varían los acentos, quizá los flequillos, pero entre el “no preocuparse” dejándolo todo en manos del compadreo, y hacer algo “con dos cojones”, tampoco existe una sustancial diferencia. Se trata en el fondo de consumar la indulgencia, de ahorrarnos la normativa, de evitar el peritaje y la calidad. Con la gracia y el tronío que nos caracteriza, cerramos lo nuestro que luego si eso, ya nos confesaremos o portaremos el paso en semana santa.

Apenas han pasado 48 horas desde la toma de posesión de unos cuantos alcaldes dispuestos a dialogar sobre desahucios con los bancos y ya vemos cernirse al séptimo ángel, trompeta en mano, anunciando el apocalipsis. Unos lamentables tweets escritos fuera del ámbito público hace cinco años, se convierten hoy en cuestión de Estado. Los chistes por los que Zapata ha dimitido no sólo no tienen gracia; lo más preocupante es que son brutos, burdos, sin brillo. Que no participa de complicidad alguna se da por descontado. Contundente, el oponente despliega su poder aunque por dentro se desternille de la risa. Sabido es que la ofensa es una condición subjetiva. Sentirse ofendido, alarmado, escandalizado, es también un acto de creación política.

El secreto del tradicionalismo peninsular radica en su firme convicción de que a la sociedad se la puede volver a engañar una y otra vez. Llevan toda la vida haciéndolo. “No hemos perdido nunca y lo sabes” que diría Julito. Alguien es capaz de imaginar, concebir siquiera, un país más allá de Zamunda [“el pene de su alteza está limpio” que dirían las silentes siervas] donde una vez descubierta la morterada de delictivos millones del tesorero de la máxima autoridad ejecutiva del estado, ésta le responda: “Se fuerte, hacemos lo que podemos; ánimo y un abrazo”. ¿A que tiene gracia el tweet? Pues de ahí para abajo todo resulta mucho más divertido. Ni se inmutan. ¿Y éstos pretendían disputarnos el poder en unos meses? Es para partirse.

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Hoy quisiera invitarlos a reflexionar sobre un aspecto de la vida actual que parece extremadamente novedoso por sus avances agigantados en el mundo de la tecnología, pero cuyo planteo persiste desde Platón hasta nuestros días, a saber, la realidad virtual inmiscuida hasta el tuétano en nuestra cotidianidad y la posibilidad de que llegue el día en que no podamos distinguir entre "lo real" y "lo virtual".

Algo ocurre con la salud de las democracias en el mundo. Hasta hace pocas décadas, el prestigio de las democracias establecía límites políticos y éticos y articulaba las formas de convivencia entre estados y entre los propios sujetos. Reglas comunes que adquirían vigencia por imperio de lo consuetudinario y de los grandes edificios jurídicos y filosófico político y que se valoraban positivamente en todo el mundo, al que denominábamos presuntuosamente “libre”.

Pienso que habrá cada vez más Cat Cafés y no solamente cafeterías, cualquier ciudadano que tenga un negocio podría colaborar. Sólo le hace falta una habitación dedicada a los gatos. Es horrible en muchos países del planeta, el caso de los abandonos de animales, el trato hacia los toros, galgos… las que pasan algunos de ellos… Y sin embargo encuentro gente que se vuelca en ayudarles y llegan a tener un número grande de perros y gatos.

 
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