Sorprende lo bien que le han sentado al diestro de camas los trece meses escasos que ha pasado a la sombra, después de que fuese condenado a prisión por homicidio imprudente. De los dos años y medio que dictó la sentencia, apenas ha cumplido la mitad y ya está en la calle con el tercer grado en la mochila. Eso es lo único que al parecer carga en ella, porque al salir de la cárcel de Zuera para enfrentarse a los medios congregados ante las puertas del centro penitenciario, no pronunció una sola palabra de arrepentimiento por lo que le hizo a Carlos Parra esa fatídica noche del 28 de mayo de 2011, cuando al volante de su todoterreno triplicaba la tasa de alcohol en sangre permitida, ni tampoco de sentido consuelo a sus deudos.
Tengo que reconocer sin embargo, que al salir su aspecto era envidiable. Nada que ver, en cualquier caso, con la cara de panocha con la que acudió la primera vez a declarar a los juzgados de Sevilla. Francamente, no parecía que hubiese pasado todo ese tiempo en la trena, alejado de sus seres queridos. Eso, probablemente, habrá indignado todavía más si cabe a la viuda de Parra, que no es capaz de entender cómo es posible que al exmatador de toros se le haya concedido tal licencia, cuando ella no ha acabado todavía de penar por su difunto esposo.
Decisiones como esa, aunque tomadas qué duda cabe con el Código Civil en la mano, dejan muy mal sabor de boca a quienes creen que determinadas condenas tienen que cumplirse por completo o en su práctica totalidad. Tendríamos que ver la cara de tonta que se le habrá quedado a la viuda tras conocer la noticia, para ser conscientes de hasta qué punto es cruel este tercer grado con el sufrimiento de los damnificados. De ahí que no me extrañe en absoluto que se haya precipitado a entregar un recurso condenando esa decisión.