Es innegable que existen películas nacidas como consecuencia de un imperioso afán por llevar la contraria. Así, las dos entregas de Election, de Johnny To, nos narran una violenta historia de yakuzas sin que ninguno de ellos dispare ni una sola bala, Señales, de M.Nigh Shyamalan, da cuenta de una invasión extraterrestre sin salir prácticamente de la granja familiar donde viven los protagonistas, Brokeback Mountain, de Ang Lee, desmonta el mito de la virilidad de los cowboys situando una historia de amor homosexual en un entorno western, y La Vida es Bella, de Roberto Benigni se aproxima al espinoso tema del holocausto judío desde el punto de vista de la comedia. Muchas de estas películas las recordamos años más tarde precisamente por eso, por la huella que ha dejado la originalidad de su planteamiento en nuestra memoria cinéfila, pero muchas veces corremos el riesgo de confundir ese espíritu innovador con verdadera calidad. No se me ocurre una película mejor que Once para ilustrar tal teoría.
En caso de que alguien todavía no lo sepa, Once es un modestísimo largometraje irlandés que, tras su paso por el festival de Sundance se ha convertido en algo así como una pieza de culto gafapasta (es decir, le encantaría a la Caótica Ana de Julio Medem y al público habitual del director vasco). Su historia, sencilla y convencional como pocas, se limita a describir la relación de amor imposible que se establece entre un músico callejero y una inmigrante checa. La novedad está en el tratamiento escogido para abordarla, porque aún con sus limitaciones presupuestarias, que le impiden diseñar exultantes coreografías al estilo Hollywood, Once se presenta a sí misma como un musical con la misión de subvertir las leyes tácitas del género. De este modo, el musical deviene antimusical, la grandilocuencia deviene sencillez, y los números cantados, melosas composiciones que los personajes se cantan los unos a los otros como recurso ingenioso para integrar letras y partituras en la trama con naturalidad. En otras palabras: desaparece el artificio inherente al género pero en su lugar se coloca otro todavía más aparatoso, lo cual, a fin de cuentas, nos deja en la misma situación.
No cabe duda de que el planteamiento posee mucho gancho, y de hecho, lo mejor de la película es la inteligencia con la que el director, John Carney, sortea las convenciones para ofrecer un producto fresco y original (la secuencia de la tienda de discos, el falso videoclip de la protagonista cantando la letra que ha escrito para la música compuesta por su partenaire mientras la escucha a través de su reproductor de CD, el miniconcierto en el estudio de grabación…). Desgraciadamente, se ha puesto más empeño en llevar la contraria que en trabajar la historia, anodina como pocas, sosa, deudora de los últimos hits del romanticismo pijitonto (Lost in Translation, Antes del Amanecer…) y sobre todo, excesivamente centrada en hacer pasar por talento minimal una simpleza que, lejos de ser una cuestión de estilo con un trasfondo ético y estético elaborado, se queda en mero ejercicio de ombliguismo a contracorriente carente de todo interés dramático. Como dicen los ingleses, same shit different day. Prefiero Hairspray.