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Herme Cerezo

‘Muerte de un nacional’, de Rebecca Pawel: un Madrid poco creíble

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Para empezar a hablar de ‘Muerte de un nacional’ hay que formularse una cuestión previa: ¿quién es Rebecca Pawel? Rebeca Pawel es una escritora norteamericana (Nueva York, 1977), licenciada en filología española y profesora de nuestra lengua en un instituto del neoyorquino municipio de Broocklyn, cuyo abuelo, judío alemán, intentó alistarse sin éxito para participar en la Guerra Civil española dentro de las Brigadas Internacionales, ese puñado generoso de idealistas, voluntarios y aventureros que llegaron a España en el año 1936, para salvar la II República de las amenazas del fascismo y que se marcharon en el otoño de 1938 sin haber conseguido su propósito. Pawel, familiarizada con el castellano no sólo por su profesión de hispanista sino también por sus frecuentes estadías en Puerto Rico, al plantearse esta ‘Muerte de un nacional’, parecía interesarse por un personaje que pudiera matar con frialdad, con naturalidad, sin que se tratase de un enfermo mental, un psicópata. Y, por lo leído por ahí, creyó que la posguerra española era la época adecuada para ubicar este tipo de personaje.

Y, justamente, lo primero que llama la atención al leer ‘Muerte de un nacional’ es precisamente eso: la frialdad con la que el protagonista puede descerrajar un tiro en la cabeza de la posible – que no probada – autora del asesinato de otro Guardia Civil, y reintegrarse después, con absoluta normalidad, a su trabajo cotidiano en uno de los puestos de la Benemérita en la capital madrileña. Y esa frialdad, esa "inconsciencia" o ese "derecho a obrar del modo que lo hace", entre otras cosas porque luchó durante la contienda en el lado de los vencedores, provoca que el protagonista, el sargento Carlos Tejada, licenciado en Derecho por imposición paterna y afiliado por voluntad propia a la Falange, organización "que ofrecía más respuestas a las preguntas que me preocupaban", no resulte nunca un tipo agradable. Uno, incluso en los momentos en los que el benemérito guardia se muestra "humano", no puede sentir nunca simpatía hacia él. Ni siquiera cuando pretende "ligar" – dentro de lo que por ese concepto se entendía en el mes de abril de 1939 – con la maestra Elena (sin hache) Fernández o, al final de la obra, cuando opina sobre García Lorca: "Hay partes del Poema del cante jondo que son preciosas. Una lástima que luego le diera por esa basura surrealista". Leyendo esta ‘Muerte de un nacional’ llamó a mi mente Tom Ripley, la criatura asesina de tinta y papel imaginada por la escritora, también estadounidense, Patricia Highsmith. Y lo cierto es que este personaje me resulta mucho "menos desagradable" que el sargento Tejada.

‘Muerte de un nacional’, desde su propio título, huele a lo que es: a novela policiaca, a thriller, enmarcada en un momento histórico concreto: nuestra posguerra. Por lo tanto, el texto bebe de la literatura policial (intenta ser negra por las connotaciones sociales que arrastra) y de la histórica (la acción transcurre en un periodo histórico francamente rico en acontecimientos que, ahora, después de tantos años se mira con una mezcla de curiosa perplejidad, repulsión y condena).

El argumento es interesante más por los detalles colaterales que por el asunto en sí: el cuerpo de un guardia civil, Francisco López, aparece muerto en una calle madrileña y es descubierto por una niña que regresaba a su casa procedente de la escuela Leopoldo Alas "Clarín". A partir de ahí se desencadena toda la investigación del asesinato a cargo del citado sargento Tejada. La historia se complica o se adorna, según se mire, con dosis de estraperlo, un fenómeno tristemente habitual y célebre de la época; con unos curiosos resistentes (no queda claro si son maquis, socialistas, anarquistas, comunistas, meros supervivientes o elementos del hampa, que habitan las cloacas de la capital de España); con las penurias económicas y con la descripción de los procedimientos policiales, en concreto de la Guardia Civil, del momento, donde los interrogatorios adobados con el uso indiscriminado de la violencia, eran moneda de uso corriente: "La paliza fue hasta cierto punto soportable hasta que descubrieron la cicatriz y alguien tuvo la brillante idea de golpearlo en el estómago".

Para terminar un pero: el escenario. Es evidente que Rebecca Pawel se ha documentado sobre la España del final de la Guerra Civil, pero también es evidente que esta documentación, especialmente en lo que se refiere a la ambientación, chirría, no es un elemento vivo. Indudablemente el Madrid del 31 de marzo y del 1 de abril de 1939 no es el que conocemos hoy setenta años después. Pero también es cierto que las referencias a las calles son demasiado típicas, tópicas y escasas. No hay atmósfera madrileña de entonces: la ciudad no huele suficiente a Guerra Civil recién terminada, ni a miseria. Porque Madrid, aquí, se conforma como un montón de calles y lugares sin rumbo, con diseño anónimo, informe, desestructurado, mordido por las bombas. Y nada más. Si la escritora neoyorquina hubiera ubicado su historia en cualquier otro escenario, hubiera dado exactamente igual. Leyendo la novela en más de una ocasión me acordé de las ciudades en blanco y negro retratadas por el neorrealismo italiano: ‘Ladrón de bicicletas’, ‘Rocco y sus hermanos’ o ‘Roma città aperta’. A veces, pues, no basta con leer y mirar fotografías o aventurarse por las realidades virtuales de Internet. Es necesario algo más, algo que proporcione mayor calor a la ambientación, entendiendo por calor la vida que debe latir en cada página de una novela.

Según parece ‘Muerte de un nacional’ forma parte de una trilogía. La narración proseguirá con tramas que transcurren en los años 1940 y 1941. Esperemos que Rebecca Pawel profundice un poco más y convierta Madrid en un lugar más creíble, más herido y más triste. Toda novela que se precie debe tener un escenario creíble y verosímil. Sobre todo verosímil.

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‘Muerte de un nacional’, de Rebecca Pawel. Ediciones B, S.A., 2007. Precio 5 euros, 303 páginas.

‘Muerte de un nacional’, de Rebecca Pawel: un Madrid poco creíble

Herme Cerezo
Herme Cerezo
viernes, 4 de enero de 2008, 03:53 h (CET)
Para empezar a hablar de ‘Muerte de un nacional’ hay que formularse una cuestión previa: ¿quién es Rebecca Pawel? Rebeca Pawel es una escritora norteamericana (Nueva York, 1977), licenciada en filología española y profesora de nuestra lengua en un instituto del neoyorquino municipio de Broocklyn, cuyo abuelo, judío alemán, intentó alistarse sin éxito para participar en la Guerra Civil española dentro de las Brigadas Internacionales, ese puñado generoso de idealistas, voluntarios y aventureros que llegaron a España en el año 1936, para salvar la II República de las amenazas del fascismo y que se marcharon en el otoño de 1938 sin haber conseguido su propósito. Pawel, familiarizada con el castellano no sólo por su profesión de hispanista sino también por sus frecuentes estadías en Puerto Rico, al plantearse esta ‘Muerte de un nacional’, parecía interesarse por un personaje que pudiera matar con frialdad, con naturalidad, sin que se tratase de un enfermo mental, un psicópata. Y, por lo leído por ahí, creyó que la posguerra española era la época adecuada para ubicar este tipo de personaje.

Y, justamente, lo primero que llama la atención al leer ‘Muerte de un nacional’ es precisamente eso: la frialdad con la que el protagonista puede descerrajar un tiro en la cabeza de la posible – que no probada – autora del asesinato de otro Guardia Civil, y reintegrarse después, con absoluta normalidad, a su trabajo cotidiano en uno de los puestos de la Benemérita en la capital madrileña. Y esa frialdad, esa "inconsciencia" o ese "derecho a obrar del modo que lo hace", entre otras cosas porque luchó durante la contienda en el lado de los vencedores, provoca que el protagonista, el sargento Carlos Tejada, licenciado en Derecho por imposición paterna y afiliado por voluntad propia a la Falange, organización "que ofrecía más respuestas a las preguntas que me preocupaban", no resulte nunca un tipo agradable. Uno, incluso en los momentos en los que el benemérito guardia se muestra "humano", no puede sentir nunca simpatía hacia él. Ni siquiera cuando pretende "ligar" – dentro de lo que por ese concepto se entendía en el mes de abril de 1939 – con la maestra Elena (sin hache) Fernández o, al final de la obra, cuando opina sobre García Lorca: "Hay partes del Poema del cante jondo que son preciosas. Una lástima que luego le diera por esa basura surrealista". Leyendo esta ‘Muerte de un nacional’ llamó a mi mente Tom Ripley, la criatura asesina de tinta y papel imaginada por la escritora, también estadounidense, Patricia Highsmith. Y lo cierto es que este personaje me resulta mucho "menos desagradable" que el sargento Tejada.

‘Muerte de un nacional’, desde su propio título, huele a lo que es: a novela policiaca, a thriller, enmarcada en un momento histórico concreto: nuestra posguerra. Por lo tanto, el texto bebe de la literatura policial (intenta ser negra por las connotaciones sociales que arrastra) y de la histórica (la acción transcurre en un periodo histórico francamente rico en acontecimientos que, ahora, después de tantos años se mira con una mezcla de curiosa perplejidad, repulsión y condena).

El argumento es interesante más por los detalles colaterales que por el asunto en sí: el cuerpo de un guardia civil, Francisco López, aparece muerto en una calle madrileña y es descubierto por una niña que regresaba a su casa procedente de la escuela Leopoldo Alas "Clarín". A partir de ahí se desencadena toda la investigación del asesinato a cargo del citado sargento Tejada. La historia se complica o se adorna, según se mire, con dosis de estraperlo, un fenómeno tristemente habitual y célebre de la época; con unos curiosos resistentes (no queda claro si son maquis, socialistas, anarquistas, comunistas, meros supervivientes o elementos del hampa, que habitan las cloacas de la capital de España); con las penurias económicas y con la descripción de los procedimientos policiales, en concreto de la Guardia Civil, del momento, donde los interrogatorios adobados con el uso indiscriminado de la violencia, eran moneda de uso corriente: "La paliza fue hasta cierto punto soportable hasta que descubrieron la cicatriz y alguien tuvo la brillante idea de golpearlo en el estómago".

Para terminar un pero: el escenario. Es evidente que Rebecca Pawel se ha documentado sobre la España del final de la Guerra Civil, pero también es evidente que esta documentación, especialmente en lo que se refiere a la ambientación, chirría, no es un elemento vivo. Indudablemente el Madrid del 31 de marzo y del 1 de abril de 1939 no es el que conocemos hoy setenta años después. Pero también es cierto que las referencias a las calles son demasiado típicas, tópicas y escasas. No hay atmósfera madrileña de entonces: la ciudad no huele suficiente a Guerra Civil recién terminada, ni a miseria. Porque Madrid, aquí, se conforma como un montón de calles y lugares sin rumbo, con diseño anónimo, informe, desestructurado, mordido por las bombas. Y nada más. Si la escritora neoyorquina hubiera ubicado su historia en cualquier otro escenario, hubiera dado exactamente igual. Leyendo la novela en más de una ocasión me acordé de las ciudades en blanco y negro retratadas por el neorrealismo italiano: ‘Ladrón de bicicletas’, ‘Rocco y sus hermanos’ o ‘Roma città aperta’. A veces, pues, no basta con leer y mirar fotografías o aventurarse por las realidades virtuales de Internet. Es necesario algo más, algo que proporcione mayor calor a la ambientación, entendiendo por calor la vida que debe latir en cada página de una novela.

Según parece ‘Muerte de un nacional’ forma parte de una trilogía. La narración proseguirá con tramas que transcurren en los años 1940 y 1941. Esperemos que Rebecca Pawel profundice un poco más y convierta Madrid en un lugar más creíble, más herido y más triste. Toda novela que se precie debe tener un escenario creíble y verosímil. Sobre todo verosímil.

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‘Muerte de un nacional’, de Rebecca Pawel. Ediciones B, S.A., 2007. Precio 5 euros, 303 páginas.

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