Una entidad alienígena con pretensiones globalizadotas atraviesa la atmósfera y se dedica a suplantar, una por una, las identidades de los habitantes del planeta para desesperación de los pocos supervivientes que se han dado cuenta del percal. ¿Les suena este argumento? Imagino que sí. De lo contrario, ustedes no han visto todavía ninguna de las tres versiones que hasta la fecha se han filmado del relato de Jack Finney “Los Ladrones de Cuerpos”, ni la excelente pieza inaugural rodada por Donald Siegel con una economía de medios proporcional a sus méritos artísticos, La Invasión de los Ladrones de Cuerpos, ni el lavado de cara setentero de Philip Kaufman, quien inoculó a la trama elementos políticos tanto o más perturbadores en La Invasión de los Ultracuerpos, ni la frustrada visión de Abel Ferrara, Body Snatchers, que cerró la trilogía con más pena que gloria a principios de los noventa.
Con tantos antecedentes en la memoria, mucha gente se ha planteado la pregunta de si era necesaria una cuarta versión, a lo que bien puede reponerse que formular una pregunta tan obvia, tópica y estéril resulta igual de innecesario que todo lo innecesario que podría resultar abordar la misma trama por cuarta vez. Cuando hablamos de remakes, deberíamos ser más estoicos: han vuelto a hacer la película y punto pelota, pero ya que nos ponemos estupendos, conviene decir que en el caso particular de las adaptaciones de Los Ladrones de Cuerpos, y de las películas de invasiones en general, (ya sean de alienígenas o zombies), la revisitación periódica de la misma trama tiene un sentido ritual más allá del mero entretenimiento. Esto es, mientras que el argumento común tiende a mantenerse más o menos estable a lo largo de las sucesivas aproximaciones, las paranoias fundacionales de cada entrega concreta son muy diferentes entre sí, de tal modo que, partiendo de la misma base, Invasión subvierte por completo el sentido moral de la versión de La Invasión de los Ladrones de Cuerpos hasta el punto de que si en 1956 se glosaba la diferencia frente a la uniformidad, en un soterrado alegato anticomunista, ahora lo que se pone sobre el tapete es un dilema mucho más espinoso: la conveniencia o no de diluirse en una masa compacta, grande y libre para crear un mundo mejor. En otras palabras: el film de OIiver Hirschbiegel es más reaccionario que el de Don Siegel, pero al igual que aquel, responde al espíritu de una época convulsa.
Personalmente, no pienso escandalizarme porque una peliculilla de ciencia ficción se posicione en el bando ideológico más controvertido, sobre todo porque estoy seguro de que este posicionamiento, lejos de ser intencionado, surge como consecuencia de un empeño demasiado ingenuo, casi de ONG, por realizar una crítica social al mundo fuera de control que nos rodea. Es esa torpeza propia de quien decodifica la realidad en términos de mural de Domund, y no la inculcación sibilina de valores reaccionarios, la verdadera identidad ética de Invasión, un film sobreexplicativo, amuermado y poco inteligente que, al contrario de lo que suele decirse, se resiente más de la falta de química de su pareja protagonista que de la grandilocuente intromisión de los hermanos Wachowsky en el trabajo original de Hirschbiegel (por si alguien todavía no lo sabe, los responsables de Matrix rodaron nuevas escenas para la película a petición del productor, Joel Silver, quien no estaba muy de acuerdo con el enfoque poco espectacular que el realizador alemán estaba imprimiendo a la historia).
Así pues, Invasión no pasará a los anales del séptimo arte como una magnífica digresión sobre la situación política mundial a principios del siglo XXI, tampoco por su sutileza narrativa o por proporcionar al espectador grandes momentos de angustia, sin embargo, cumple con creces en su vertiente de cine palomitero visualmente atractivo, lo cual nunca debe ser un valor a desdeñar en un mundo donde cada vez abundan más los estrenos insulsos y soporíferos. Menos da una piedra… o La Carta Esférica, por ejemplo.