Querido Efraín: La lámpara colocada sobre el candelero de la que habla la Sagrada Escritura, es nuestro Señor Jesucristo; luz verdadera del Padre, que, viniendo a este mundo, alumbra a todo hombre.
Al tomar nuestra carne, el Señor se ha convertido en lámpara y por esto es llamado "luz", es decir, Sabiduría y Palabra del Dios Padre y de su misma naturaleza. Como tal es proclamado por la fe y por la piedad de los fieles. Glorificado y manifestado ante las naciones por su vida santa y por la observancia de los mandamientos, alumbra a todos los que están en la casa (es decir, en este mundo), tal como lo afirma en cierto lugar esta misma Palabra de Dios: “No se enciende una lámpara para meterla debajo el celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa”. Él se llama a sí mismo lámpara, claramente, como quiera que, siendo Dios por naturaleza, quiso hacerse hombre por la condescendencia de su amor hacia nosotros.
También el gran rey David se refiere a esto mismo cuando, hablando del Señor, dice: “Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero”. Con razón, pues, la Escritura llama lámpara a nuestro Dios y Salvador, ya que él nos libra de las tinieblas de la ignorancia y del mal.
Él, en efecto, al disipar, a semejanza de una lámpara, la oscuridad de nuestra ignorancia y las tinieblas de nuestro pecado, ha venido a ser como un camino de salvación para todos los hombres. Con la fuerza que comunica y con el conocimiento que otorga, el Señor conduce hacia el Padre a quienes con él quieren avanzar por el camino de la justicia y seguir la senda de los mandatos divinos.
La palabra de Dios no puede, en modo alguno, quedar oculta bajo el celemín; al contrario, debe ser colocada en lo más alto, como el mejor de los adornos. Si la palabra quedara disimulada “bajo la letra de la ley”, como bajo un celemín, dejaría de iluminar con su luz eterna a los hombres. Escondida bajo el celemín, la palabra ya no sería fuente de contemplación espiritual para los que desean librarse de la seducción de los sentidos, que, con su engaño, nos inclinan a captar solamente las cosas pasajeras y materiales; puesta, en cambio, sobre el candelero, es decir, interpretada en espíritu y verdad, la palabra de Dios ilumina a todos los hombres.
La letra de la ley, en efecto, si no se interpreta según su sentido espiritual, no tiene más valor que el sensible y está limitada a lo que significan materialmente sus palabras, sin que el alma llegue a comprender el sentido de lo que está escrito.
No coloquemos, pues, bajo el celemín, con nuestros pensamientos racionales, la lámpara encendida (es decir, la palabra que ilumina la inteligencia), a fin de que no se nos pueda culpar de haber colocado bajo la materialidad de la letra la fuerza incomprensible de la sabiduría; coloquémosla, más bien, sobre el candelero, en lo más elevado de la genuina contemplación; así iluminará a todos los hombres con los fulgores de la revelación divina.
Os envío los mejores deseos, y con la esperanza de que sigáis todos bien, recibir un cariñoso saludo, CTA.