Últimamente todo resulta tan posmoderno que, la mejor manera de triunfar en taquilla consiste en volver la vista a los clásicos. Eso es lo que han hecho los responsables de Disturbia, con el realizador D.J. Caruso a la cabeza, al tomar como referencia La Ventana Indiscreta de Alfred Hitchcock para sacarse de la manga un taquillazo inesperado donde Shia LaBeouf sustituye dignamente a James Stewart y Sarah Roemer intenta no ahogarse en la sombra de Grace Kelly. Si en la versión original el protagonista se veía abocado al voyeurismo porque una pierna rota le impedía salir de casa, ahora el confinamiento se debe a una agresión injustificada contra un profesor, pero salvo por el carácter más gañán del protagonista (algo lógico en una época donde se entroniza al James Bond de Casino Royale), la premisa dramática viene siendo la misma. De este modo, Disturbia mata dos pájaros de un tiro: por un lado, se beneficia del aura de prestigio que impregna el film de Hitchcok, y por otro, las pequeñas libertades que se toma respecto al material de partida le permiten sortear incómodas acusaciones de plagio.
Unos hablan de remake, otros de homenaje o reformulación. Hay incluso quien considera que se trata de un lifting cinematográfico. Puestos a argumentar no habría mayor problema para defender cada una de estas etiquetas, pero en lo que a mi respecta, todas ellas están erradas. Ni remake, ni homenaje, ni reformulación ni gaitas. Disturbia es tan sólo una simplificación inane de La Ventana Indiscreta cocinada al gusto de los espectadores Juán Palomo con pocas ganas de darle caña al cerebro. Del mismo modo que algunas compañías de telefonía móvil han sacado al mercado terminales para tontos, las productoras ofrecen versiones abrefácil de viejas películas para que así su público objetivo pueda entenderla sin problemas. De acuerdo con las leyes de la oferta y la demanda, esto significa que Hollywood da a la audiencia lo que le pide. De lo cual se desprende que, en caso de que la audiencia fuera un poco más ilustrada, Disturbia sería una película de enjundia artística proporcional. Habrá quien reponga a esta teoría que, si la audiencia se encuentra sumida en un abismo de estulticia, la culpa la tiene la propia industria cinematográfica por no estimular su actividad cerebral, pero yo les digo que contra la voluntad de un hombre ni siquiera mil majors pueden ganar la partida, y que si ese hombre, en lugar de exigir un cine mejor, se abotarga y come todo lo que le echen, la voluntad pierde en tanto que las majors se limitan a reaccionar ante el mercado.
En estas sociedades tan políticamente correctas en las que vivimos, estamos acostumbrados a responsabilizar al sistema de todo lo malo para no mirarnos el ombligo. No se trata de que Hollywood trate a los adolescentes, que son su público mayoritario y al que va dirigida específicamente Disturbia, como botarates aneuronales, es que la gran mayoría de los adolescentes de hoy en día SON unos botarates aneuronales. No hay más que salir a la calle para comprobarlo. Hollywood simplemente se adapta para no contradecir a Darwin. Así, la trivialidad de Disturbia es un síntoma más de una enfermedad endémica entre las nuevas generaciones que podríamos definir como “asilvestramiento involutivo”, y que además de manifestarse en una incapacidad manifiesta para decodificar mensajes audiovisuales complejos en su contenido, (no así en su forma), se caracteriza también por la depauperación del lenguaje escrito via SMS, el escaso gusto por la lectura, y el macarreo más aberrante. Cuando la enfermedad logre remitir, volverá a hacerse buen cine para adolescentes. Entretanto, conviene juzgar a Disturbia como lo que es: un signo como otro cualquiera del ocaso de nuestra especie.