En 1988 John Waters, cineasta provocador donde los haya, estrenaba su película Hairspray con el orondo e inolvidable drag-queen Divine como gran baza del reparto. A pesar de que la producción es la única en toda la carrera de Waters clasificada como apta para todos los públicos por las autoridades estadounidenses, la mala baba del director, y sobre todo, su proverbial afinidad con los parias más freaks, con lo diferente, impregnaba buena parte del metraje de un hálito libertario bastante inusual para la época. Aquella simpática película saltó a Broadway en el año 2002 con una versión más camp, colorista y “bigger than life”, y como la cosa parece ser que tuvo bastante éxito, los siempre avispados gerifaltes de Hollywood no han dudado en ponerse manos a la obra con un remake de ambas historias, que en realidad son la misma, reciclando para ello los aspectos más exitosos de cada una de las partes: lorzas, cinismo y cierta irreverencia por un lado, y una avasalladora explosión de ritmo y color, por otra. La receta ha tenido como resultado el primer musical norteamericano de éxito desde el estreno de Chicago (el género agonizaba peligrosamente después de fracasos como los de Rent, Los Productores y El Fantasma de la Ópera) así como unas críticas en general bastante positivas.
Como hoy no estoy de humor para llevar la contraria a nadie, me sumo al carro. Incluso una persona tan poco proclive a los musicales como un servidor ha de reconocer, en honor a la verdad, que Hairspray exuda una energía y una vitalidad a lo largo de sus casi dos horas de duración muy pocas veces vistas en el cine reciente, incluyendo en la cesta muchos estrenos no musicales. Tampoco resulta nada habitual que un film cuente con un reparto del calado del que nos ocupa, con nombres tan insignes como Michelle Pfeiffer, John Travolta o Christopher Walken pululando por los créditos entre otros menos conocidos, pero incluso más eficaces, como James Marsden, Elijah Kelley, Zac Efron, Amanda Bynes y la inmensa, en todos los sentidos, Nikki Blonsky, que se erige en la auténtica reina de la fiesta con su interpretación de adolescente naif eclipsando a todos quienes osan ponérsele por delante, igual que en la ficción.
Otro aspecto clave en el éxito de Hairspray lo encontramos en la calidad de sus números musicales. Tanto si nos centramos en las composiciones, como si lo hacemos en las coreografías, encontrar algún pero a la labor de sus responsables se convierte en una misión imposible. El director, Adam Shankman, que antes de saltar al otro lado del escenario trabajó como bailarín y coreógrafo, realiza un trabajo magnífico, preñado de brío, audacia y originalidad (la manera en la que resuelve el número del autobús con más de diez personajes bailando en un espacio tan reducido da buena cuenta de ello), y de los compositores, Marc Shaiman y Scott Wittman, , quienes antes de lucirse con los múltiples e inmaculados números del film , ya habían dejado el listón bien alto en otras películas como South Park: Más grande, más largo y sin cortes o El Gato, puede decirse tres cuarto de lo mismo. Así las cosas, la única pega achacable a Hairspray es, además de algún que otro exceso de corrección política, su naturaleza de refrito, pero que esto no les lleve a engaño: ya quisieran la mayor parte de los refritos que nos invaden dejar un sabor de boca tan bueno como el de este sabroso buñuelo musical. Altamente recomendable.