Querido Efraín: Dichosos si llevamos a la práctica lo que escuchamos y repetimos con la boca. Porque cuando escuchamos es como si sembráramos una semilla, y cuando ponemos en práctica lo que hemos oído es como si esta semilla fructificara. Empiezo por esto, porque quisiera animaros a que no escuchéis la Palabra de manera infructuosa, escuchando lo que dice, pero sin llevarlo a la práctica.
Porque, como dice el Apóstol Pablo, estáis salvados por la gracia de Cristo, no por las propias obras, para que nadie pueda presumir de nada a este respecto. No ha precedido nuestra vida santa, cuyas acciones Dios haya podido admirar diciendo por ello: "Premiemos a estos hombres, porque la santidad de su vida lo merece". A Dios le desagradaba nuestra forma de vivir, le desagradaban nuestras obras; le agradaba; en cambio, lo que él había realizado en nosotros, la obra de su Creación. Por ello, en nosotros, condenó lo que habíamos realizado y salvó lo que él había obrado.
Nosotros, no éramos buenos. Y, con todo, él se compadeció de nosotros y nos envió a su Hijo a fin de que muriera, no por los buenos, sino por los malos; no por los justos, sino por los impíos. Dice la Escritura: “Cristo murió por los impíos”. Y ¿qué se dice a continuación? Apenas habrá quien muera por un justo. Por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir. Es posible, en efecto, encontrar quizás alguno que se atreva a morir por un hombre de bien; pero por un inicuo, por un malhechor, por un pecador; ¿quién querrá entregar su vida, a no ser Cristo, que fue justo hasta tal punto que justificó incluso a los que eran injustos?
Ninguna obra buena habíamos realizado; todas nuestras acciones eran malas. Pero, a pesar de ser malas las obras de los hombres, la misericordia de Dios no abandonó a los humanos. Y Dios envió a su Hijo para que nos rescatara, no con oro o plata, sino al precio de su sangre, la sangre de aquel Cordero sin mancha, llevado al matadero por el bien de los corderos manchados, si es que cabe decirse simplemente “manchados” y no totalmente corrompidos. Tal ha sido, pues, la gracia que hemos recibido. Vivamos, por tanto, dignamente; ayudados por la gracia que hemos recibido y no hagamos injuria a la grandeza del don que nos ha sido dado. Un médico extraordinario vino hasta nosotros, y todos nuestros pecados han sido perdonados. Si volvemos a enfermar con la gravedad de la soberbia, del desprecio a Dios, no sólo nos dañaremos a nosotros mismos, sino que seremos además ingratos para con nuestro médico.
Sigamos, pues, las sendas que él nos indica e imitemos en particular, su humildad, aquella humildad por la que él se rebajó a sí mismo en provecho nuestro. Esta senda de humildad nos la enseñó el Hijo de Dios con sus palabras y, para darnos ejemplo, él mismo anduvo por ella, muriendo por nosotros. Para poder morir por nosotros; siendo como era inmortal, la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros. Así, el que era inmortal se revistió de mortalidad para poder morir por nosotros y destruir nuestra muerte con su muerte.
Esto fue lo que hizo el Señor, este es el don que nos otorgó: Siendo grande, se humilló; humillado, quiso morir; habiendo muerto, resucitó y fue exaltado para que nosotros no quedáramos abandonados en el abismo, sino que fuéramos exaltados con él en la resurrección de los muertos. Nos dio y nos indicó, pues; la senda de la humildad. Si la seguimos, confesaremos al Señor y, con toda razón, le daremos gracias, diciendo: Te damos gracias invocando tu Nombre.
Os envío los mejores deseos, y con la esperanza de que sigáis todos bien, recibir un cariñoso saludo, CTA.