Paul Greengrass, que saltó a la fama tras alzarse con el oso de oro en el Festival de Venecia con Bloody Sunday (ex aequo junto con El Viaje de Chihiro, de Hayao Miyazaki) y que posteriormente realizaría la mejor película del pasado año, United 93, puede considerarse un caso singular dentro de la industria cinematográfica. Lo digo porque ya sea desde las entrañas de Hollywood, o desde el mucho más modesto (y también mucho más atildado), cine europeo, su estilo mantiene impasible el ademán y logra convencer a todo tipo de públicos. Esto le permite moverse como pez en el agua tanto narrando cámara en mano controvertidos episodios históricos como ilustrando con ella la saga-fuga de Jason Bourne, un James Bond amnésico e hiperactivo que no se mueve en un mundo de repleto bebidas glamourusas, mujeres fatal con cuerpos de escándalo y sofisticados gadgets tecnológicos, sino en los infiernos de una realidad muy, muy cercana, casi con acné.
Se ha dicho por ahí que la prueba de que la trilogía inaugurada por Doug Liman en El Caso Bourne (el director declinó rodar la segunda parte porque le parecía más atractivo ese pestiño infecto llamado Señor y Señora Smith…) conecta mejor con el público actual que las aventuras de 007 se encuentra en la masiva aceptación del giro realista de ecos bournianos experimentado por el elegante agente del MI6 en el Casino Royale de Martin Campbell. No les falta razón a quienes sostienen tal argumento, pero, para no resultar repetitivo, este servidor preferiría contraponer El Ultimátum de Bourne a otra película que tiene mucho que ver con ella: la reciente Apocalypto. Ambas producciones son una persecución de más de hora y media compuesta por vibrantes set-pieces de creciente espectacularidad que tratan de esbozar un guión en realidad poco importante . La diferencia entre el desvarío maya de Gibson y el adrenalínico ultimátum de Greengrass es que el estilo de este último, fundamentado en la cámara al hombro y el tono semidocumental, sumerge en la acción al espectador de una manera mucho más convincente que Apocalypto, donde otros factores como el preciosismo fotográfico o el afán de epatar le comían terreno a la acción pura y dura. Así, uno nunca se cansa de ver a Bourne escabullirse a lo largo de un numeroso número de atractivas localizaciones (Moscú, Tánger, Londres, París, Madrid, New York…), de asistir con la boca abierta a sus combates con asesinos profesionales de gélida mirada, o de acompañarle mientras conduce a lo loco por avenidas muy transitadas en hora punta. La fuerza de las imágenes, el ritmo narrativo, y la contundencia de la apuesta estética del director consiguen que las casi dos horas que dura el film se pasen en un suspiro y, lo que es más importante, que en todo ese tiempo, el espectador permanezca tieso en su butaca como un enfermo de tétanos a la espera de que Bourne consiga recuperar su memoria de una vez por todas. Lo único que tal vez se le pueda reprochar a El Ultimátum de Bourne es que sigue de una manera demasiado mimética el esquema de la anterior entrega, El Mito de Bourne, hasta el punto de que la escena final en New York produce una incómoda sensación de dèjá vu. Con todo, el conjunto está tan bien orquestado que a uno no le importa lo más mínimo presenciar de nuevo el mismo espectáculo, ya que si el cine puro es aquel que exprime los recursos expresivos propios del celuloide, como el montaje o el movimiento, discriminando otros elementos compartidos con otras artes, Paul Greengrass se ha sacado de la chistera, por tercera vez consecutiva, una película de una pureza excepcional. Ojo con este hombre, porque en cuanto alguien se dé cuenta de que ya lleva cuatro grandes obras consecutivas, puede salir de las sombras y dar el campanazo.