1992. En plena guerra de Abjasia, Ivo (Lembit Ulfsak), un viejo carpintero estonio que ayuda a su vecino Margus (Elmo Nüganen) con la cosecha de mandarinas, recoge en su casa a dos soldados heridos pertenecientes a bandos enfrentados.
Hermosa y sencilla. Películas como Mandariinid, del realizador georgiano Zaza Urushadze, nos muestran que el ser humano está, o debería estar, por encima de sus diferencias étnicas, políticas o religiosas. El filme se ambienta en una zona rural situada al oeste de Georgia a principios de los años noventa, cuando la provincia separatista de Abjasia declaró su independencia, lo que dio lugar a un conflicto armado entre abjasios y georgianos.
Más que sobre la guerra en sí, la cual se deja en un segundo término, Mandarinas reflexiona sobre las consecuencias de ésta: la muerte, la destrucción, el odio, la pérdida y la soledad. El personaje de Ivo (soberbia interpretación del desconocido Lembit Ulfsak), inolvidable por su humanidad, sentido común y madurez vital, actuará como involuntario mediador entre dos enemigos aparentemente irreconciliables que se ven obligados a convivir bajo el mismo techo durante unas semanas: un mercenario checheno defensor de la causa abjasia (Giorgi Nakashidze) y un soldado georgiano contrario a ella (Misha Meskhi). El inteligente guión de Zaza Urushadze, que resalta el valor de la convivencia entre los hombres, huye de planteamientos maniqueos, de modo que en la historia no hay buenos ni malos, y sí individuos corrientes a los que el absurdo conflicto hace cometer atrocidades que en ningún otro contexto llevarían a cabo. Si bien es cierto que el desarrollo de la cinta puede resultar algo previsible, y quizá se eche en falta una mayor profundización de caracteres, todo queda compensado por el humanismo de un discurso humilde, carente de pretensiones.
En el plano formal, destacan la sobriedad de la puesta en escena, la bonita fotografía de exteriores y los lentos desplazamientos de una cámara que rara vez permanece quieta. Por último, destacar también la conmovedora y melancólica partitura de Niaz Diasamidze, colofón musical a esta pequeña gran obra.