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Un espectáculo exclusivo para ricos

El combate del siglo

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No voy a cometer la ligereza de decir que, tanto el filipino Manny Pacquiao como el norteamericano Floyd Mayweather, no se merezcan la morterada que se agenciaron el fin de semana pasado, tras interpretar esa peculiarísima danza de mamporros a la que llamamos boxeo y que al parecer tanto le gusta al público, sobre todo porque ni por todo el oro del mundo me dejaría vapulear por nadie, y menos aun por cualquiera de esas dos bestias pardas.

Exceptuando a la escoria que se sigue moviendo alrededor de ese mundo, en ocasiones sórdido, el pugilato profesional no deja de ser un deporte cuyas normas, inspiradas en las reglas del marqués de Queensberry, pueden hacer de él -y de hecho así es- un noble oficio para muchachos que no tuvieron la oportunidad de ganarse la vida de otro modo menos cruento. Oficio que, bien llevado, deja al parecer suculentos beneficios para quien lo ejecuta con primor, como es el caso de esos ínclitos contendientes que entre los dos se han agenciado más de trescientos millones de dólares.

Para levantarme a las cinco estaba yo, la madrugada del sábado al domingo. No lo hago ni para saciar la sed o dar un bocado, que sí son ambas necesidades básicas del ser humano, como para ver por televisión a dos tipos en calzón corto dándose puñetazos como descosidos para complacer a una panda de pervertidos que disfruta viéndoles como se intentan arrancar la cabeza el uno al otro.

Por suerte no es así, pero si dependiese de mí los promotores del evento no habrían ingresado un miserable centavo. Pero lo que yo diga o haga carece de importancia o proyección, por mucha razón que yo tenga o piense tener, porque el caso es que la suma que se ha barajado ronda una cifra cercana a los mil millones de dólares, tan solo en royalties que han abonado las emisoras televisivas de un montón de países para poder conectar con la señal que emitía en directo un combate entre dos tipos, a los que sus experiencias vitales no ha dejado otra alternativa.

El combate del siglo

Un espectáculo exclusivo para ricos
Francisco J. Caparrós
lunes, 4 de mayo de 2015, 22:28 h (CET)
No voy a cometer la ligereza de decir que, tanto el filipino Manny Pacquiao como el norteamericano Floyd Mayweather, no se merezcan la morterada que se agenciaron el fin de semana pasado, tras interpretar esa peculiarísima danza de mamporros a la que llamamos boxeo y que al parecer tanto le gusta al público, sobre todo porque ni por todo el oro del mundo me dejaría vapulear por nadie, y menos aun por cualquiera de esas dos bestias pardas.

Exceptuando a la escoria que se sigue moviendo alrededor de ese mundo, en ocasiones sórdido, el pugilato profesional no deja de ser un deporte cuyas normas, inspiradas en las reglas del marqués de Queensberry, pueden hacer de él -y de hecho así es- un noble oficio para muchachos que no tuvieron la oportunidad de ganarse la vida de otro modo menos cruento. Oficio que, bien llevado, deja al parecer suculentos beneficios para quien lo ejecuta con primor, como es el caso de esos ínclitos contendientes que entre los dos se han agenciado más de trescientos millones de dólares.

Para levantarme a las cinco estaba yo, la madrugada del sábado al domingo. No lo hago ni para saciar la sed o dar un bocado, que sí son ambas necesidades básicas del ser humano, como para ver por televisión a dos tipos en calzón corto dándose puñetazos como descosidos para complacer a una panda de pervertidos que disfruta viéndoles como se intentan arrancar la cabeza el uno al otro.

Por suerte no es así, pero si dependiese de mí los promotores del evento no habrían ingresado un miserable centavo. Pero lo que yo diga o haga carece de importancia o proyección, por mucha razón que yo tenga o piense tener, porque el caso es que la suma que se ha barajado ronda una cifra cercana a los mil millones de dólares, tan solo en royalties que han abonado las emisoras televisivas de un montón de países para poder conectar con la señal que emitía en directo un combate entre dos tipos, a los que sus experiencias vitales no ha dejado otra alternativa.

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