Primero fue Guadalajara, luego Galicia, y, ahora, en este verano 2007, las Islas Canarias. Estas son las últimas y más recientes escalas de este crudo recorrido anual, el de la tragedia forestal en nuestro país, un recorrido cuyas futuras etapas no están marcadas con antelación y que lo convierte, por tanto, en una amenaza constante para todas y cada una de nuestras regiones, una lengua devastadora de la que ningún territorio ni ninguno de sus habitantes se encuentra a salvo.
Muerte, evacuaciones, devastación y catástrofe medioambiental, pérdidas económicas y, sobre todo, sentimentales ante una vida devorada por las cenizas. Este es el amargo balance de una realidad parece que irremediable. Una y otra vez, temporada estival tras temporada estival, se reproduce insistentemente hoy aquí y mañana allá. Aunque parece que algunos políticos, irresponsables de vocación ellos, tienen en sus manos la panacea definitiva para poner remedio a tanto sofocón. Sofocón precisamente es el que deberían tener cuando su verborrea les inunda sin sentido. Lástima que sólo salga insensatez y no agua de sus bocas.
Desde la Administración se invierte en sistemas de detección, en medidas de prevención, en equipos de extinción e intervención… Pero nadie puede hacer nada, ni siquiera los que lo predican, contra aquel que ante la advocación del fuego decide prender uno. Todo ello deriva, lamentablemente, y ante el arrinconamiento del entorno rural, en un antagonismo interpretativo de las causas y de las consecuencias que, únicamente, manifiesta el desamparo individual de todos aquellos que han quedado atrapados entre las cenizas de los incendios.