Tras Los Increíbles y Cars, Pixar vuelve al estrado de la animación digital con Ratatouille, una obra que, como aquellas, deja de nuevo en evidencia a sus competidoras directas: Dreamworks y Blue Sky Studios. Lo que distingue a la compañía creadora de Toy Story del resto de empresas dedicadas al noble arte de insuflar vida a pixeles multicolores se llama clase. Iba a decir estilo propio pero creo que la expresión no sería exacta, ya que si algo tienen los rivales de Pixar es estilo propio. En concreto, un estilo construido a partir de la suma de los siguientes elementos: humor anclado en la escatología y en los guiños a otras manifestaciones culturales contemporáneas, guión acumulativo, voces reconocibles de famosos que eclipsan a los personajes de la ficción, música pop a un volumen desaforado y escasa excelencia técnica. Ratatouille no contiene ninguno de estos sumandos, sino que , sabiamente, prefiere sustituirlos por otras virtudes como la atención al detalle, la importancia de la historia, y el respeto al espectador.
Sin estridencias, pero con un gran refinamiento, la sencilla peripecia de una rata de cloaca que quiere dedicarse a la alta cocina en Paris, demuestra que hay formas más elegantes y efectivas de resultar revolucionario que los pedos, los eructos y los ataques montaraces contra toda una tradición animada. Por ejemplo: convertir al que tal vez sea el animal menos querido por el hombre, la rata, en un personaje tan entrañable como brillantemente diseñado. Otra innovación de sacarse el sombrero la encontramos en la decidida apuesta de Brad Bird (también director de la magnífica Los Increíbles) por el slapstick o humor físico, algo que, además de barnizar la película con una pátina de clasicismo propio del cine mudo, da pie a espectaculares e hilarantes set-pieces de poderosa intensidad dramática. Al mezclar esta forma aparentemente trasnochada de arrancar carcajadas al público con un mimo casi maternal hacia el guión, Pixar nos brinda su mejor hallazgo, de tal modo que la herencia histérica, vibrante y extralimitada de Tex Avery y el resto de los artistas que cimentaron en su momento el estilo de la Warner, se da la mano, de forma inesperada pero firme, con la larga experiencia de Disney como compañía especialmente preocupada por narrar historias sólidas, universales y emotivas.
A consecuencia de todo ello Ratatouille se erige por meritos propios en una de las mejores películas de animación de los últimos años, capaz de satisfacer a grandes y pequeños por igual y de devolver la fe en los dibujos animados a todos los que, a raíz del éxito de Shrek, hemos asistido con una mueca de escepticismo al ocaso de un género atrapado en la via muerta de la fórmula fácil y el desaliño. Tal vez si en lugar de dedicarse a machacar una y otra vez los esquemas narrativos de la animación tradicional, (algo que de tan redundante se ha convertido en una parodia de la parodia), el ogro verde y sus acólitos se dedicaran a tomar nota de ellos, aunque solo fuera para reinventarlos, como ha hecho Pixar, sus torpes historias carentes de toda gracia podrían llegar a redimirse algún día. Entretanto, siempre les quedará el consuelo de ver que todavía hay gente que hace las cosas bien, un horizonte lejano, muy, muy, lejano, hacia el cual dirigirse.