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Daniel Tercero

Admiración

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Siempre he disfrutado con las caras y expresiones que los guiris me regalan una vez terminan de subir las escaleras de la salida del metro de la parada de Sagrada Familia. Durante muchos años ha sido mi vehículo personal y la vuelta a casa, en hora punta turística, me ha permitido gozar de uno de esos placeres personales casi indescriptible.

Nadie duda que el fastuoso capricho del arquitecto reusense es la mayor atracción turística barcelonesa. Además, como los catalanes para esto de la pela nos organizamos muy bien, lo de la Sagrada Familia es el cuento de nunca acabar y con la excusa de que este año han colocado dos piedras nuevas y una figurita más, que no estaban el año pasado, ya existe un motivo suficiente para volver a visitar el templo religioso. Ventaja que la catedral sin obispo tiene respecto a los otros puntos de interés de la capital mediterránea.

El negocio no desluce, ni mucho menos, la arquitectura; y la majestuosidad de la Sagrada Familia es digna de admiración incluso para los que casi a diario la vemos desde la ventana de nuestra habitación y conocemos al padre Bonet, párroco de la iglesia, y hemos tenido el privilegio de tenerlo como guía intramuros.

Pero si realmente la admiración por el monumento en cuestión se ve reflejada en la cara de alguien, esto ocurre una vez hemos subido la escalera de acceso al metro, línea azul o 5. Como si lo hubieran hecho adrede, los técnicos del suburbano barcelonés colocaron en su momento una salida de metro a las puertas del templo. Para que ahora vengan diciendo que los cimientos, que vio poner el propio Gaudí, se verán dañados con el paso del AVE. ¿Pero no saben que dos líneas de metro pasan por debajo mismo del templo?

Los escalones están puestos estratégicamente para causar un impacto visual propio de otros tiempos. Estoy seguro. En verano, el calor es tan sofocante en las estaciones del metro que el turista solo espera poder llegar cuanto antes a la calle. Es por esto que la expectación por ver la Sagrada Familia y la ansiedad de deshacerse del transporte público forman un cóctel explosivo en los turistas y visitantes que hace que no puedan contener las caras de asombro al terminar su breve pero angustiosa subida. ¡Dios mío! ¡Qué bella! ¡Increíble!, o un simple ¡oh!, es lo único que pueden articular sus labios. Por supuesto, el lingüístico no es un problema en esos momentos y la Generalidad todavía no ha prohibido que los sentimientos de admiración sean obligatoriamente en catalán. De momento.

Si tuviera mano en eso de las rutas turísticas por Barcelona incluiría la vista de la Sagrada Familia a la salida del metro. La sensación debe ser algo así como si uno, caminando por su pueblo, se gira de golpe y a sus espaldas tiene el Coliseo romano o el Taj Mahal indio, a menos de treinta metros. Lo mínimo es un ¡oh!, qué duda cabe.

Para los que ya no nos sorprende la obra artístico-religiosa pero le tenemos una gran estima -cosas de la infancia, supongo-, ver esas caras y oír -en muchos casos no es más que interpretar-, día tras día, a los guiris cómo se asombran y admiran al verla significa mucho para ese corazoncito provinciano, y pueblerino, ¿por qué no?, que todos llevamos dentro.

Admiración

Daniel Tercero
Daniel Tercero
sábado, 11 de agosto de 2007, 05:26 h (CET)
Siempre he disfrutado con las caras y expresiones que los guiris me regalan una vez terminan de subir las escaleras de la salida del metro de la parada de Sagrada Familia. Durante muchos años ha sido mi vehículo personal y la vuelta a casa, en hora punta turística, me ha permitido gozar de uno de esos placeres personales casi indescriptible.

Nadie duda que el fastuoso capricho del arquitecto reusense es la mayor atracción turística barcelonesa. Además, como los catalanes para esto de la pela nos organizamos muy bien, lo de la Sagrada Familia es el cuento de nunca acabar y con la excusa de que este año han colocado dos piedras nuevas y una figurita más, que no estaban el año pasado, ya existe un motivo suficiente para volver a visitar el templo religioso. Ventaja que la catedral sin obispo tiene respecto a los otros puntos de interés de la capital mediterránea.

El negocio no desluce, ni mucho menos, la arquitectura; y la majestuosidad de la Sagrada Familia es digna de admiración incluso para los que casi a diario la vemos desde la ventana de nuestra habitación y conocemos al padre Bonet, párroco de la iglesia, y hemos tenido el privilegio de tenerlo como guía intramuros.

Pero si realmente la admiración por el monumento en cuestión se ve reflejada en la cara de alguien, esto ocurre una vez hemos subido la escalera de acceso al metro, línea azul o 5. Como si lo hubieran hecho adrede, los técnicos del suburbano barcelonés colocaron en su momento una salida de metro a las puertas del templo. Para que ahora vengan diciendo que los cimientos, que vio poner el propio Gaudí, se verán dañados con el paso del AVE. ¿Pero no saben que dos líneas de metro pasan por debajo mismo del templo?

Los escalones están puestos estratégicamente para causar un impacto visual propio de otros tiempos. Estoy seguro. En verano, el calor es tan sofocante en las estaciones del metro que el turista solo espera poder llegar cuanto antes a la calle. Es por esto que la expectación por ver la Sagrada Familia y la ansiedad de deshacerse del transporte público forman un cóctel explosivo en los turistas y visitantes que hace que no puedan contener las caras de asombro al terminar su breve pero angustiosa subida. ¡Dios mío! ¡Qué bella! ¡Increíble!, o un simple ¡oh!, es lo único que pueden articular sus labios. Por supuesto, el lingüístico no es un problema en esos momentos y la Generalidad todavía no ha prohibido que los sentimientos de admiración sean obligatoriamente en catalán. De momento.

Si tuviera mano en eso de las rutas turísticas por Barcelona incluiría la vista de la Sagrada Familia a la salida del metro. La sensación debe ser algo así como si uno, caminando por su pueblo, se gira de golpe y a sus espaldas tiene el Coliseo romano o el Taj Mahal indio, a menos de treinta metros. Lo mínimo es un ¡oh!, qué duda cabe.

Para los que ya no nos sorprende la obra artístico-religiosa pero le tenemos una gran estima -cosas de la infancia, supongo-, ver esas caras y oír -en muchos casos no es más que interpretar-, día tras día, a los guiris cómo se asombran y admiran al verla significa mucho para ese corazoncito provinciano, y pueblerino, ¿por qué no?, que todos llevamos dentro.

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