Muchas veces se nos habrá pasado por la cabeza una realidad continuamente contrastable: no se gana para ser pobre, o, aplicando la sentencia a la clase más numerosa de la sociedad, no se gana para ser clase media. Esta situación, intencionadamente creada por los estamentos superiores para aplacar otro tipo de circunstancias menos favorables a sus intereses, ha comenzado a vivir ya un nuevo episodio ciertamente desalentador y, al mismo tiempo, revelador por enésima vez.
Desde este mes de agosto, otro más de los artículos de primera necesidad, ésos que sirven para paliar un sinfín de carencias inaccesibles a los bolsillos medios de cualquiera de nosotros, verá incrementado su precio de un modo más que considerable y menos que razonable. Considerable porque supondrá una nueva sacudida -y ya hemos perdido la cuenta- para nuestras carteras, y razonable porque a uno no le cabe en su dura cabezota el que primero se vaya limitando la producción láctea y ahora nos digan que el precio sube, precisamente, porque la demanda es mayor que la oferta y porque, al parecer, el pienso ha aumentado igualmente su valor por su nuevo destino como combustible. Primero las autoridades subvencionan a los ganaderos la desaparición de la cabaña ganadera del sector y ahora todos pagamos el pato. Será que hay flujos, como la leche en este caso, que siguen sus propias leyes físicas en un extraño camino de autorregulación. La leche ya es más cara, pero, en breve y como consecuencia directa lógica e ineludible, pronto evidenciarán similar comportamiento todos los derivados lácteos.
La salud se basa, entre otros muchos factores, en una correcta alimentación, donde, por supuesto, se incluye la leche, la misma que acaba de convertirse ya en otro producto de lujo más. No es nuevo. Acaba de retomarse igualmente la campaña para exigir que los pañales –sí, esos que todos los padres utilizan casi en cantidades industriales- vean rebajado su actual 16% de IVA –el mismo que grava los artículos ostentosos- al 0, o, en todo caso, a un impuesto prudente y asumible. Mansiones, deportivos… pero hay otro tipo de lujo menos luminoso y más perentorio, como, por ejemplo, el lujo que esconden la leche y los pañales.