Cuando hace un par de años Eli Roth estrenó la primera parte de Hostel un amplio sector de la crítica aplaudió la sanguinolenta forma con la que el pupilo de Tarantino escogió retratar los miedos y desconfianzas de los Estadounidenses hacia la vieja Europa: que si se trataba de una metáfora de las paranoias post once de septiembre, que si de una desaprobación acerada de la prepotencia imperialista, que si de un rapapolvo a la cada vez más estulta juventud yanqui y otras muchas conclusiones pseudosesudas de las que ni me acuerdo ni quiero acordarme, porque la realidad nos dice bien claro que Eli Roth es tan sólo un descerebrado a la altura de los protagonistas de sus ficciones y que, como buen gamberro apasionado de los higadillos, lo único que le interesa es deleitar desmembrando.
Personalmente, aquella peliculilla irrespetuosamente ambientada en Eslovaquia me pareció un tostón del quince que tardaba horrores en arrancar y que, cuando finalmente lo hacía, se quedaba a medio gas; por eso me sorprende tanto que Turistas, producción que también puede leerse como un comentario a pie de página sobre la forma a veces cuestionable en la que Estados Unidos interactúa con otros países más pobres, que igualmente pone a prueba la paciencia del espectador con una primera parte soporífera, y que, como Hostel, entra en harina con la contundencia de un elefante en una cacharrería para salir enseguida y de forma precipitada, haya sido crucificada casi de manera unánime por la crítica a pesar de contar con una de las escenas más espeluznantes que este cronista es capaz de recordar, (mejor que sean ustedes mismos quienes la descubran) de hacer gala, por momentos, de una mordacidad muy superior a la de el film de Roth, y sobre todo, de contar con unos personajes mucho más tontos y relamidos, lo cual, a efectos sarcásticos, resulta ideal porque uno se pasa gran parte del metraje deseando que alguien les remueva las entrañas.
Tal vez el problema de Turistas sea su director, John Stockwell. Si echamos la vista atrás descubriremos que este hombre es el autor de cosas como Inmersión Letal o En el Filo de las Olas, títulos ambos donde contaba más la épica de cacha y musculamen a lo Vigilantes de la Playa y la rutilancia videoclipera de los paisajes marinos que la película propiamente dicha. Eso explica que en Turistas haya hasta dos digresiones, de aproximadamente diez minutos cada una, donde la trama central muta de forma repentina en una especie de híbrido audiovisual entre las películas de Jacques Cousteau y un anuncio cutre de Danone. La excusa la proporciona la enorme caverna fluvial en mitad de la selva brasileña que sirve a Stockwell para dar rienda suelta a sus instintos estéticos más inconfesables, emplazando en ella una persecución absurda que debido a la falta de oxígeno en el cerebro tal vez le haya parecido el colmo del virtuosismo. Por si esto no fuera suficiente, el director demuestra a lo largo de todo el metraje estar más interesado en filmar sonrisas Profidén y cuerpos morenos turgentes que en crear tensión, algo que a estas alturas nos importaría un comino de no ser porque, en el fondo, al muy desnortado no se la da nada mal lo del suspense, como demuestran varias secuencias aisladas. Nada de lo anterior significa que Turistas sea una buena película, sino que con respecto a su predecesora espiritual tiene varios destellos puntuales de buenas maneras. Con ellos Stockwell suple la escasa originalidad argumental del film y demuestra que, más allá del crédito de Tarantino como productor, su matanza no tiene nada que envidiar a la de Hostel: las dos son igual de predecibles, gazmoñas y somníferas, por no hablar de que despiertan en el espectador el deseo más opuesto a sus intereses: unas ganas incontrolables de irse de vacaciones a Eslovaquia, Brasil o cualquier otro sitio donde por lo menos pasen cosas, aunque sean malas.