Soy un fiel seguidor del Tour. Desde que Greg Lemond pasaba por encima de los demás ciclistas y en la televisión aparecía un rubio francés con gafas, julio representaba ciclismo. No hay mes de julio que la caja tonta no esté encendida a la hora de la siesta, me encuentre donde me encuentre. Ahora se lo quieren cargar, por activa o por pasiva, y dejarnos a los seguidores del deporte más duro de todos -con permiso del boxeo y alguna prueba de atletismo- en ascuas.
Creo que ha sido uno de los últimos afectados por el dopaje -o la sospecha de este- el que, antes de verse implicado, ha asegurado que el sistema funciona ya que si aparecen los casos de dopaje es porque los controles son efectivos. Puede ser. Algunos, aficionados también como yo a la mejor y más grande carrera del año, confían en que todo el revuelo que rodea al Tour, en particular, y al ciclismo, en general, desde finales de los noventa, no hará sino que mejorar el sistema de control de dopaje y aupará a los que realmente se lo merecen y no a los tramposos. También puede ser.
Pero, lo que seguro que es cierto es que de momento el ciclismo pierde seguidores y, lo que es peor, credibilidad. ¿Cómo puede ser que, a punto de finalizar la carrera de 2007, no sepamos, todavía, quién fue el vencedor del Tour del año pasado? ¿Cómo puede ser que sea en la tercera semana de competición que el equipo del danés Rasmussen se haya enterado del lugar donde estuvo entrenando, el que ha sido líder en este Tour, hace un par de meses?
Las normas médicas y de competición son muy estrictas y claras para los ciclistas. Los deportistas han de estar disponibles para pasar cualquier tipo de prueba o control todos los días del año. Según parece, casi todos los deportes de elite tienen una norma similar, pero solo en el ciclismo -y otros con menos seguidores como la halterofilia, por ejemplo- se aplica con cierta rectitud.
Lo que ha sucedido este año en la carrera ciclista por antonomasia no es más que la continuación de lo que lleva sucediendo desde finales de los noventa. Virenque, Rijs, Ulrich, Pantani o Heras, solo por citar a algunos de los más famosos entre el público, se vieron involucrados en casos de dopaje lo que les supuso la pérdida de los títulos o maillots obtenidos con anterioridad, y estamos hablando de tours, giros y vueltas.
De todas maneras, y hasta que no se demuestre lo contrario, el caso de Rasmussen tiene un punto diferente al del resto de ciclistas implicados en casos de dopaje. El danés, que ha dominado sorprendentemente el Tour de este año, sobre todo en la montaña, no ha dado positivo en ningún control antidopaje. Y cada día se le realiza ordinariamente al vencedor de la etapa y al líder de la general, entre otros. ¿Entonces? La sospecha, la duda y la falta de credibilidad. Craso error. No se puede juzgar partiendo de una sospecha. ¿Qué hubiera dicho la prensa nacional si el afectado hubiera sido un corredor español o el beneficiado de la decisión del equipo del danés -y la presión de la dirección de la ronda francesa- no hubiera sido un joven corredor español?
Puede que Rasmussen se haya dopado. Puede. Y puede que lo haya hecho todo el pelotón de la mejor carrera ciclista. Pero sin pruebas no se puede juzgar. Al danés se le ha apartado por tener sospechas -muy fundadas- y eso, con cualquier código judicial -o deportivo- en la mano, no es constitutivo de delito.
Puede que al ciclismo, como deporte, se lo estén cargando los propios protagonistas. Puede. Pero la ayuda para acabar con él viene desinteresadamente por parte de las organizaciones de las carreras y los equipos, que ven peligrar un negocio, y no un deporte, por los casos de dopaje. Más controles, sí; pero no nos volvamos locos con el negocio.