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“La diferencia entre la inteligencia y la estupidez reside en el manejo del adjetivo, cuyo uso no diversificado constituye la banalidad” E. M. Cifran

La democracia es una cosa, el excesivo popularismo de la política, es otra.

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Hemos entrado en periodo preelectoral y los políticos, como sucede en cada ocasión en la que necesitan a los ciudadanos para poder acceder a las mamandurrias de la política, están afinando su inteligencia para encontrar los mejores argumentos para convencer a los ciudadanos de que, votándoles, van a conseguir ver realizados todos aquellos deseos que no han conseguido satisfacer con los actuales gobernantes, sean de municipios o de autonomías. Por supuesto que, en esta ocasión, todos los aspirante a las poltronas municipales o a los escaños parlamentarios lo van a tener más difícil que en otras ocasiones, debido a que los votantes han llegado a la conclusión de que “sin políticos se viviría mejor”, después de que la crisis y la generalización de la idea de que político es el equivalente a aprovechado, marrullero, vividor, mangante o apandados, alguien que promete lo que nunca va a cumplir y que ha descubierto la manera de asegurarse el porvenir en unos pocos años de dedicación a la vida pública… en beneficio propio.

Lo que ocurre es que, algunos listillos, aquellos que pretenden haber descubierto el método milagroso para conseguir un buen resultado electoral, han pensado que lo que, en realidad, desea el pueblo es tener cada uno su propia cuota de poder. Vamos a ver: todos los que vivimos en casas en las que hay una comunidad de vecinos, sabemos las intrigas, los codazos, el desespero que algunos de los propietarios tienen para conseguir ocupar un cargo en la junta de la comunidad. El cargo de presidente convierte, a quien lo consigue, en el máximo personaje del edificio y esto le produce una extraña sensación de poder que, en la mayoría de casos, le hace tomar gusto al sillón lo que, si he de serles sincero, es una bendición para aquellos a los que lo peor que les podría pasar es tener que aceptar la servidumbre de aquel cargo, si el cambio fuere por rotación como establece la Ley de Propiedad Horizontal.

Por lo visto, esto es lo que ha descubierto el candidato del PSOE a la alcaldía de Madrid, el señor Antonio Miguel Carmona, por otra parte un economista bien preparado y con bastante sentido común, y ha decidido explotarlo en su beneficio. Se reunió con la Federación Regional de las Asociaciones de Vecinos de Madrid y les espetó las siguiente palabras: “Queremos recuperar lo que hicimos en los años 80, lo que yo llamo espíritu del 79 y es devolver Madrid a los madrileños” ¿Verdad que suena bien? Y seguramente tendría bastante sentido si no fuera porque el mayor obstáculo que tienen los ayuntamientos de capitales populosas, como es el caso de Madrid, Barcelona o Valencia está, precisamente, en los estorbos que deben vencer, planteados por las respectivas Asociaciones de Vecinos, cuando es preciso acometer un plan de reformas en un distrito determinado o se pretende hacer una variación urbanística necesaria para el bien de toda la ciudad, en una determinada zona de la urbe.

Si la democracia, bien entendida, fija unos sistemas de delegación del poder en unas determinadas personas a las que se les faculta, con esta fórmula de apoderamiento, para que puedan dirigir a los ciudadanos, ordenar la vida en el país, dictar leyes necesarias para la convivencia o establecer medidas de seguridad para garantizar a todos los ciudadanos su integridad y el ejercicio pacífico de todos sus derechos; es debido a que la voluntad del pueblo, expresada a través de las urnas, es que, aquellas personas en concreto, no otras; aquellas instituciones dirigidas por ellas o aquel gobierno de la nación compuesto por los más votados, inspira la necesaria confianza para que sean ellos los que ejerzan la gran responsabilidad de dirigir los destinos nacionales.

Ni aquellos que se asignan a sí mismos una determinada representatividad o aquellos otros que, saliendo a las calles a provocar altercados o manifestarse públicamente, pretendiendo intimidar a las autoridades o mediatizar unas determinadas decisiones del Gobierno legítimo, aunque tengan derecho a hacerlo, son destinatarios de aquella legitimación, ni quiere decir que estén facultados para alterar en lo más mínimo el mandato concedido por la mayoría. Por ello, nos parece un engaño a la democracia, un engaño respecto a la representatividad que el pueblo concede a los elegidos para cargos públicos el que, en lugar de asumir íntegramente las responsabilidades que han aceptado, hacer cumplir las leyes por si mismos y ejercer la labor personalmente, en aquellos temas que se comprometieron a llevar a cabo; pretendan delegar una parte de sus funciones, ceder a un grupo o una comunidad de ciudadanos la toma de decisiones o allanarse a aquello que grupos de presión que pretendan imponer, con la excusa de extender el sentido de la democracia y del mandato recibido del pueblo, a otras personas o colectivos ajenos, que no fueron propuestos por los votantes para asumir tales cometidos.

Las capitales, las grandes urbes del reino, aquellas populosas concentraciones humanas cuya administración, dirección, regulación y mantenimiento del orden público, requieren una especial preparación en temas de administración pública, un trabajo coordinado de las distintas administraciones, la vigilancia y el mantenimiento del orden con especial cuidado de la defensa de los ciudadanos, el mantenimiento de la paz y la garantía de que, la convivencia de las distintas etnias que puedan convivir en ellas, no produzca diferencias raciales ni existan brotes de xenofobia que pudieran plantear problemas de exclusión para algunos o discriminaciones por razones de razas, religiones o idiomas; no permiten que, cada zona, mantenga sus propios guetos, privilegios o franquicias, por el hecho de que en ellos puedan existir organizaciones cívicas o de cualquier orden que puedan presionar, chantajear o amenazar a las autoridades designadas por los votantes, en cuanto se pretende actuar en sus demarcaciones.

Es evidente que, en España, además de las 17 autonomías y la Administración Central, de los cientos de miles o millones de funcionarios que ambas administraciones han creado y de la serie de empresas semipúblicas que han sido fundadas para suplir funciones que no les están atribuidas a ayuntamientos o comunidades autónomas; donde se ha dado empleo a miles de paniaguados de los distintos partidos o de sociedades afectas a los partidos del gobierno; donde se ha llegado a crear una masa insostenible de personal no productivo, de funcionarios o empleados, fijos o interinos ( muchos de ellos se jubilan en tal situación), cuyo coste global se ha demostrado que no es sostenible y, contra cuya lacra, ninguno de los gobiernos de la democracia ha tenido el valor de meter la tijera. Si a ello le añadimos todas las asociaciones privadas, subvencionadas por las distintas administraciones, nos daremos cuenta de que, aparte de las interferencias que todas ellas causan en el desenvolvimiento normal de los proyectos ciudadanos, los costes de los retrasos que, en la mayoría de casos, causan en la dilación de la ejecución de aquellos y los escasos, por no decir nulos, beneficios que sus intervenciones proporcionan a la ciudadanía, deberemos concluir que esta atomización, voluntariamente aceptada, en el ejercicio, reglado o no, de las funciones públicas en las ciudades, más que con un ejercicio de democracia, nos encontramos ante una degradación de la misma, un obstáculo para que los mandatarios elegidos por el pueblo puedan ejercer sus funciones con libertad, diligencia y beneficio de las propias ciudades. O así es como, señores, desde la óptica de un ciudadano de a pie, denunciamos el concepto laxo que algunos tienen sobre lo que son derechos democráticos y lo que excede y perjudica al verdadero concepto de la propia democracia.

La democracia es una cosa, el excesivo popularismo de la política, es otra.

“La diferencia entre la inteligencia y la estupidez reside en el manejo del adjetivo, cuyo uso no diversificado constituye la banalidad” E. M. Cifran
Miguel Massanet
domingo, 19 de abril de 2015, 12:06 h (CET)
Hemos entrado en periodo preelectoral y los políticos, como sucede en cada ocasión en la que necesitan a los ciudadanos para poder acceder a las mamandurrias de la política, están afinando su inteligencia para encontrar los mejores argumentos para convencer a los ciudadanos de que, votándoles, van a conseguir ver realizados todos aquellos deseos que no han conseguido satisfacer con los actuales gobernantes, sean de municipios o de autonomías. Por supuesto que, en esta ocasión, todos los aspirante a las poltronas municipales o a los escaños parlamentarios lo van a tener más difícil que en otras ocasiones, debido a que los votantes han llegado a la conclusión de que “sin políticos se viviría mejor”, después de que la crisis y la generalización de la idea de que político es el equivalente a aprovechado, marrullero, vividor, mangante o apandados, alguien que promete lo que nunca va a cumplir y que ha descubierto la manera de asegurarse el porvenir en unos pocos años de dedicación a la vida pública… en beneficio propio.

Lo que ocurre es que, algunos listillos, aquellos que pretenden haber descubierto el método milagroso para conseguir un buen resultado electoral, han pensado que lo que, en realidad, desea el pueblo es tener cada uno su propia cuota de poder. Vamos a ver: todos los que vivimos en casas en las que hay una comunidad de vecinos, sabemos las intrigas, los codazos, el desespero que algunos de los propietarios tienen para conseguir ocupar un cargo en la junta de la comunidad. El cargo de presidente convierte, a quien lo consigue, en el máximo personaje del edificio y esto le produce una extraña sensación de poder que, en la mayoría de casos, le hace tomar gusto al sillón lo que, si he de serles sincero, es una bendición para aquellos a los que lo peor que les podría pasar es tener que aceptar la servidumbre de aquel cargo, si el cambio fuere por rotación como establece la Ley de Propiedad Horizontal.

Por lo visto, esto es lo que ha descubierto el candidato del PSOE a la alcaldía de Madrid, el señor Antonio Miguel Carmona, por otra parte un economista bien preparado y con bastante sentido común, y ha decidido explotarlo en su beneficio. Se reunió con la Federación Regional de las Asociaciones de Vecinos de Madrid y les espetó las siguiente palabras: “Queremos recuperar lo que hicimos en los años 80, lo que yo llamo espíritu del 79 y es devolver Madrid a los madrileños” ¿Verdad que suena bien? Y seguramente tendría bastante sentido si no fuera porque el mayor obstáculo que tienen los ayuntamientos de capitales populosas, como es el caso de Madrid, Barcelona o Valencia está, precisamente, en los estorbos que deben vencer, planteados por las respectivas Asociaciones de Vecinos, cuando es preciso acometer un plan de reformas en un distrito determinado o se pretende hacer una variación urbanística necesaria para el bien de toda la ciudad, en una determinada zona de la urbe.

Si la democracia, bien entendida, fija unos sistemas de delegación del poder en unas determinadas personas a las que se les faculta, con esta fórmula de apoderamiento, para que puedan dirigir a los ciudadanos, ordenar la vida en el país, dictar leyes necesarias para la convivencia o establecer medidas de seguridad para garantizar a todos los ciudadanos su integridad y el ejercicio pacífico de todos sus derechos; es debido a que la voluntad del pueblo, expresada a través de las urnas, es que, aquellas personas en concreto, no otras; aquellas instituciones dirigidas por ellas o aquel gobierno de la nación compuesto por los más votados, inspira la necesaria confianza para que sean ellos los que ejerzan la gran responsabilidad de dirigir los destinos nacionales.

Ni aquellos que se asignan a sí mismos una determinada representatividad o aquellos otros que, saliendo a las calles a provocar altercados o manifestarse públicamente, pretendiendo intimidar a las autoridades o mediatizar unas determinadas decisiones del Gobierno legítimo, aunque tengan derecho a hacerlo, son destinatarios de aquella legitimación, ni quiere decir que estén facultados para alterar en lo más mínimo el mandato concedido por la mayoría. Por ello, nos parece un engaño a la democracia, un engaño respecto a la representatividad que el pueblo concede a los elegidos para cargos públicos el que, en lugar de asumir íntegramente las responsabilidades que han aceptado, hacer cumplir las leyes por si mismos y ejercer la labor personalmente, en aquellos temas que se comprometieron a llevar a cabo; pretendan delegar una parte de sus funciones, ceder a un grupo o una comunidad de ciudadanos la toma de decisiones o allanarse a aquello que grupos de presión que pretendan imponer, con la excusa de extender el sentido de la democracia y del mandato recibido del pueblo, a otras personas o colectivos ajenos, que no fueron propuestos por los votantes para asumir tales cometidos.

Las capitales, las grandes urbes del reino, aquellas populosas concentraciones humanas cuya administración, dirección, regulación y mantenimiento del orden público, requieren una especial preparación en temas de administración pública, un trabajo coordinado de las distintas administraciones, la vigilancia y el mantenimiento del orden con especial cuidado de la defensa de los ciudadanos, el mantenimiento de la paz y la garantía de que, la convivencia de las distintas etnias que puedan convivir en ellas, no produzca diferencias raciales ni existan brotes de xenofobia que pudieran plantear problemas de exclusión para algunos o discriminaciones por razones de razas, religiones o idiomas; no permiten que, cada zona, mantenga sus propios guetos, privilegios o franquicias, por el hecho de que en ellos puedan existir organizaciones cívicas o de cualquier orden que puedan presionar, chantajear o amenazar a las autoridades designadas por los votantes, en cuanto se pretende actuar en sus demarcaciones.

Es evidente que, en España, además de las 17 autonomías y la Administración Central, de los cientos de miles o millones de funcionarios que ambas administraciones han creado y de la serie de empresas semipúblicas que han sido fundadas para suplir funciones que no les están atribuidas a ayuntamientos o comunidades autónomas; donde se ha dado empleo a miles de paniaguados de los distintos partidos o de sociedades afectas a los partidos del gobierno; donde se ha llegado a crear una masa insostenible de personal no productivo, de funcionarios o empleados, fijos o interinos ( muchos de ellos se jubilan en tal situación), cuyo coste global se ha demostrado que no es sostenible y, contra cuya lacra, ninguno de los gobiernos de la democracia ha tenido el valor de meter la tijera. Si a ello le añadimos todas las asociaciones privadas, subvencionadas por las distintas administraciones, nos daremos cuenta de que, aparte de las interferencias que todas ellas causan en el desenvolvimiento normal de los proyectos ciudadanos, los costes de los retrasos que, en la mayoría de casos, causan en la dilación de la ejecución de aquellos y los escasos, por no decir nulos, beneficios que sus intervenciones proporcionan a la ciudadanía, deberemos concluir que esta atomización, voluntariamente aceptada, en el ejercicio, reglado o no, de las funciones públicas en las ciudades, más que con un ejercicio de democracia, nos encontramos ante una degradación de la misma, un obstáculo para que los mandatarios elegidos por el pueblo puedan ejercer sus funciones con libertad, diligencia y beneficio de las propias ciudades. O así es como, señores, desde la óptica de un ciudadano de a pie, denunciamos el concepto laxo que algunos tienen sobre lo que son derechos democráticos y lo que excede y perjudica al verdadero concepto de la propia democracia.

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