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La batalla contra la Inquisición

Fernando VII

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Fernando VII, un rey desconfiado por naturaleza, y nos es para menos tras todo lo sucedido en España mientras él era engañado por Napoleón Bonaparte. Fernando VII, un rey que no confiaba para nada en la Inquisición, era una institución que no le convenía.

En lugar de la Inquisición, decidió organizar un cuerpo de policía. Esta idea no fue compartidas por todos sus partidarios pues se abrió una brecha entre los miembros del nuevo organismo de justicia y los seguidores del Santo Oficio. Gracias a los informes de la policía se pueden observar las reacciones ocultas de los ultrarrealistas y como ello fue el germen que dio origen al carlismo. Por supuesto, confrontando en lo posible los datos con otras fuentes independientes, para evitar ciertas arbitrariedades.

Para no tener defraudados a los realistas más intransigentes, el rey respondía a estos con evasivas: “Ya veré, ya veré”, pero con esto no consiguió más que revueltas y protestas airadas. La Iglesia estaba sumergida en todo el asunto debido a su insistente reclamación de poder mediante el organismo de justicia, y por ello Fernando VII se vio obligado a desterrar a ciertos obispos. También censuró la publicación de un diario como El Restaurador, el cual era dirigido por un fraile de ideología más bien radical. Y la tarea más ardua de todas, tuvo que luchar por mantener desorientados a los proinquisitoriales Consejos de Estado y Consejo de Castilla.

El extremismo era algo que no pretendía soportar bajo su reinado y por ello todo rastro de extremismo quedaba anulado y destruido. Procuró retirar de los puestos claves del Estado a estos extremistas, usando el truco del engaño mediante condecoraciones y buenas palabras. Todo esto se llevaba a cabo mientras el monarca se iba cercando de los mas ilustrados y moderados. Pronto una noticia saltó, el rey estaba de nuevo prisionero por los masones y liberales.

Ante la tremenda presión ejercido por el clero y el movimiento mas exaltado a favor del restablecimiento del Tribunal del Santo Oficio, los defensores de la santidad de la Inquisición y de la bondad de sus métodos, han repetido que en los momentos de “relajación”, las autoridades eclesiásticas se limitaban a declarar a determinado ciudadano hereje, dejando la ejecución de la pena determinada al Estado. Esto es según la información de J. de Mistre y Menéndez Pelayo. Es posible que esta actuación del Santo Tribunal fuera solo una actuación para salvarse el pellejo de futuras represalias contra ella, por ello el número de partidarios inquisitoriales no hacía más que aumentar.

En el año 1823, al verse alejada del apoyo del brazo secular, la Iglesia española no se resignó a ello, a estar solo encargada del poder espiritual del Estado. Exigió el restablecimiento de la Inquisición y proclamo que la religión debía de estar perdida porque ni la propia monarquía vería el final del día. Con ello, se aprovechó del revuelo montado tras la caída del régimen del Trienio Liberal y a modo de propaganda ideológica incitó al pueblo a pedir al rey la restauración del Tribunal de la Fe.

Los obispos más exaltados instituyeron, por su cuenta claro está, las Juntas de Fe, organizaciones con las mismas reglas y métodos que el Santo Oficio. Esto era como escupirle al Estado a la cara, intentar robarle el poder civil. No quedaría sin castigo esta desobediencia, el destierro y la muerte como algunos de los castigos mas característicos. Las penas se imponían dependiendo del grado de colaboración de las juntas con las autoridades civiles locales.

La lucha del Estado contra los organismos religiosos es una guerra que deja demasiadas victimas, no hay vencidos en las batallas libradas entre las ideologías realistas e inquisitoriales, solo vencidos. La propaganda, el desorden y la ideología como armas de doble para tener al pueblo como un mero juguete de los poderosos, un baile sin sentido al son de las pretensiones egoístas de las dos facciones más fuertes del momento: Fernando VII y la Inquisición.

Fernando VII

La batalla contra la Inquisición
Jesús Campos
domingo, 5 de abril de 2015, 09:55 h (CET)
Fernando VII, un rey desconfiado por naturaleza, y nos es para menos tras todo lo sucedido en España mientras él era engañado por Napoleón Bonaparte. Fernando VII, un rey que no confiaba para nada en la Inquisición, era una institución que no le convenía.

En lugar de la Inquisición, decidió organizar un cuerpo de policía. Esta idea no fue compartidas por todos sus partidarios pues se abrió una brecha entre los miembros del nuevo organismo de justicia y los seguidores del Santo Oficio. Gracias a los informes de la policía se pueden observar las reacciones ocultas de los ultrarrealistas y como ello fue el germen que dio origen al carlismo. Por supuesto, confrontando en lo posible los datos con otras fuentes independientes, para evitar ciertas arbitrariedades.

Para no tener defraudados a los realistas más intransigentes, el rey respondía a estos con evasivas: “Ya veré, ya veré”, pero con esto no consiguió más que revueltas y protestas airadas. La Iglesia estaba sumergida en todo el asunto debido a su insistente reclamación de poder mediante el organismo de justicia, y por ello Fernando VII se vio obligado a desterrar a ciertos obispos. También censuró la publicación de un diario como El Restaurador, el cual era dirigido por un fraile de ideología más bien radical. Y la tarea más ardua de todas, tuvo que luchar por mantener desorientados a los proinquisitoriales Consejos de Estado y Consejo de Castilla.

El extremismo era algo que no pretendía soportar bajo su reinado y por ello todo rastro de extremismo quedaba anulado y destruido. Procuró retirar de los puestos claves del Estado a estos extremistas, usando el truco del engaño mediante condecoraciones y buenas palabras. Todo esto se llevaba a cabo mientras el monarca se iba cercando de los mas ilustrados y moderados. Pronto una noticia saltó, el rey estaba de nuevo prisionero por los masones y liberales.

Ante la tremenda presión ejercido por el clero y el movimiento mas exaltado a favor del restablecimiento del Tribunal del Santo Oficio, los defensores de la santidad de la Inquisición y de la bondad de sus métodos, han repetido que en los momentos de “relajación”, las autoridades eclesiásticas se limitaban a declarar a determinado ciudadano hereje, dejando la ejecución de la pena determinada al Estado. Esto es según la información de J. de Mistre y Menéndez Pelayo. Es posible que esta actuación del Santo Tribunal fuera solo una actuación para salvarse el pellejo de futuras represalias contra ella, por ello el número de partidarios inquisitoriales no hacía más que aumentar.

En el año 1823, al verse alejada del apoyo del brazo secular, la Iglesia española no se resignó a ello, a estar solo encargada del poder espiritual del Estado. Exigió el restablecimiento de la Inquisición y proclamo que la religión debía de estar perdida porque ni la propia monarquía vería el final del día. Con ello, se aprovechó del revuelo montado tras la caída del régimen del Trienio Liberal y a modo de propaganda ideológica incitó al pueblo a pedir al rey la restauración del Tribunal de la Fe.

Los obispos más exaltados instituyeron, por su cuenta claro está, las Juntas de Fe, organizaciones con las mismas reglas y métodos que el Santo Oficio. Esto era como escupirle al Estado a la cara, intentar robarle el poder civil. No quedaría sin castigo esta desobediencia, el destierro y la muerte como algunos de los castigos mas característicos. Las penas se imponían dependiendo del grado de colaboración de las juntas con las autoridades civiles locales.

La lucha del Estado contra los organismos religiosos es una guerra que deja demasiadas victimas, no hay vencidos en las batallas libradas entre las ideologías realistas e inquisitoriales, solo vencidos. La propaganda, el desorden y la ideología como armas de doble para tener al pueblo como un mero juguete de los poderosos, un baile sin sentido al son de las pretensiones egoístas de las dos facciones más fuertes del momento: Fernando VII y la Inquisición.

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