Michael Bay. Sólo con pronunciar el nombre de este director se desatan perturbaciones elefantiásicas en la fuerza, igual que sucede cada vez que alguien menciona de carrerilla los títulos de su estruendosa filmografía: Dos Policías Rebeldes, Armageddon, La Roca, Pearl Harbor, La Isla, y desde hace un par de días, Transformers, una película con la misma carga de testosterona, épica videoclipera, e hipertrofia de la acción que sus predecesoras pero que, a diferencia de éstas, prescinde voluntariamente de todo culto a la historia, entendida como materia dramática seria y coherente, para centrarse en lo que de verdad le importa: el espectáculo.
En este sentido, el hecho de que Transformers no esté basada en ninguna novela u obra teatral de prestigio, sino en los robots homónimos que la compañía de juguetes Hasbro popularizó durante los años ochenta para regocijo de los que por aquel entonces éramos unos críos fácilmente impresionables, es toda una declaración de principios. Michael Bay pasa olímpicamente del guión, algo que la mayoría de directores tratan de encubrir con uñas y dientes y, con ello, aporta una frescura insólita a la película. La falta de pretensiones, unida al buen hacer de los actores y a unos efectos especiales mucho más solventes que los de otras producciones de casi el doble de presupuesto, como Spiderman 3, logran extraer coherencia de donde no la hay, así cómo crear algunos personajes paradójicamente carismáticos con los que dar cuerpo a unas cuantas secuencias de acción y de humor de gran eficacia. Dicho de otro modo: Transformers es cine palomitero en estado puro, pero su espectáculo, aún siendo de gran voltaje, está lejos de la voluntad de apabullamiento de Piratas del Caribe: En el Fin del Mundo o la ya mencionada Spiderman 3, trabajos acumulativos, torpones, sin alma, que creen ser mucho más importantes de lo que en realidad son y que naufragan en lo único que se suponía que eran: acción y entretenimiento.
Allí donde Gore Verbinski se esforzaba en vano por ofrecernos las set-pieces más alucinantes del cine de acción moderno mediante el estúpido recurso de juntar miles de elementos durante mucho tiempo y donde Sam Raimi luchaba porque no se vieran las costuras de sus imágenes de síntesis y gags de medio pelo, Michael Bay triunfa por todo lo alto con casi la mitad de presupuesto. Y lo hace a su estilo, que se parece mucho al estilo con el que los autobots y los decepticons hacen trizas nuestros edificios dentro de la ficción pero que, en cuanto a libertad creativa, no tiene nada que envidiar al estilo de otros autores de mayor prestigio crítico.
Ocurre así porque, dentro de lo rudimentario de sus planteamientos, Michael Bay trata al espectador imberbe con una inteligencia sin duda superior a la que realmente tiene, del mismo modo que Steven Spielberg en los años ochenta producía para los críos de la época aventuras cinematográficas tan poco infantiles como El Secreto de la Pirámide, Los Goonies o Los Gremlins. Pensarán que la nostalgia me lleva a establecer analogismos cuestionables, pero si no abandonan la sala antes de los créditos de Transformers, verán que en ellos figura el nombre de Steven Spielberg como productor. Si para entonces a aún tienen ganas de pensar en algo que no sean mamporros y/o explosiones, entenderán por qué algunos momentos del metraje les recordaban inexplicablemente a E.T., por qué los lances cómicos funcionaban tan bien (mención especial para la secuencia en la que los autobots tratan de ocultarse en el jardin de Shia Labeouf), y con suerte, por qué Transformers fluye en placidez más allá de la nostalgia y la pirotecnia.