Menos de una semana es lo que resta ya para el chupinazo de San Fermín, semana gloriosa donde las haya dentro de las festividades patrias que traspasan fronteras. Menos de una semana para que ríos de tinto recorran las gargantas de las gentes y manadas de toros corran desorientadas tras los pasos de los mozos entorpecidos unos por otros a ras de sus pitones. El carácter festivo engalanará las calles de Pamplona como cada año, y, también, como cada año por estas fechas, tendremos que lamentar, a buen seguro, aunque no es deseo de nadie, algún encontronazo con los morlacos que puede, incuso, dejar de ser un conato de muerte para convertirse en viaje con estancia definitiva en el lugar donde el rojo de los pañuelos no es sólo un fugaz adorno temporal sino una decoración permanente.
Conviene, por tanto, ante las renovadas previsiones de cientos de visitantes, calmar los ánimos e invitar a la prudencia, a la sensatez de todo tipo: etílica y, por supuesto, deportiva. En todo caso, recordar a los más temerarios que la mezcla de ambas osadías puede conllevar una realidad sin retorno, una vestidura blanca festiva callejera tornada en un traje velado de luto. Así, por tanto, sentido de fiesta ante todo sí, pero con cautela, porque aún recuerdan nuestros oídos los lamentos del sollozo letal de otro calibre. En el cumplimiento del deber, hemos enterrado hace apenas una semana a los 6 militares fallecidos en el atentado de Líbano. Aún sabiendo que el culpable es quien aprieta el detonador que hace saltar por los aires vidas en un abrir y cerrar de ojos, a veces, los medios disponibles pueden evitar que la masacre pretendida se lleve a cabo. Hace no mucho, otros de nuestros soldados fallecieron en un accidente aéreo. Mucho se criticó las condiciones de la contratación de aquel vuelo y el comportamiento ministerial. Resulta que, hace poco, hemos sabido, según la investigación pertinente, que todo se debió a un error humano, a unos pilotos con una destreza poco acertada y agravada por condicionantes externos que incrementan sobre medida el riesgo. La última catástrofe bélica de estas misiones humanitarias de paz, curioso nombre cuando se trata de guerras civiles latentes y flagrantes, podía haberse evitado al parecer con un sencillo inhibidor de frecuencia, un sistema que imposibilita el encendido de los explosivos a distancia en la zona en la que transitan los vehículos. Una vez más, servicio a la patria sí, pero en condiciones, con la intendencia funcionando y con las medidas de seguridad apropiadas.
Cuando aplacar el lamento personal con el consuelo colectivo es imposible, algunos profieren monsergas pontificias convertidas según cada oído en agravios y ofensas. “Vosotros, paracaidistas, que tantas veces habéis bajado del cielo, os toca ahora subir”. A todos nos tocará subir, es ley de vida, pero la misma fe sin prerrogativas religiosas nos ha inculcado que son los hijos quienes deben enterrar a los padres. Si no está al alcance de nuestras manos, poco podemos hacer, pero siempre que podamos hacer algo, que las circunstancias no nos elijan siempre a nosotros.